No te mueras, Tata. Me dijo mi nieta Zamara. Me extrañó la expresión directa. Y por el acento tierno que le puso más. Me descontrolé al principio. No. No, mi niña, no me moriré, ten la seguridad. Me moriré, cuando Dios quiera. Ella sabe de mis peripecias de salud. Y se da cuenta de todo. Y así como ella yo me doy cuenta también de lo que nos pasa en este estado, donde el dolor es sombra negra en miles de hogares. No soy experto en estadísticas y carezco por lo tanto de cifras tangibles, pero me arriesgo a decir que en gran porcentaje de las familias hemos tenido- por desgracia- la partida de un ser querido.
Esta pandemia nos sorprendió en plena felicidad. Inicio de siglo y década. Y por lo súbito que llegó no tuvimos ni tenemos aún asideros para enfrentarla. Y salvo los cuidados básicos, que muchos no los tenemos por lo demás estamos de pechito, para pagar las consecuencias cuando nos llega el virus.
Voy este día a comentar ese dolor sin límites que confrontamos. Los lutos y la ansiada búsqueda de salud en los hospitales locales, que por desgracia son ya insuficientes.
Ese dolor amargo cuando nuestros mayores se nos van en la camilla. O en las salas de urgencias. El retorno de los familiares a casa sin ellos, es el más grande vacío que podemos sentir.
Límites del dolor ¿ Solución? No la hay por lo inexorable. Lo que sí podemos es la revisión de las causas. Cuidarnos, entender dos cosas fundamentales: El COVID, no se ha ido. Debemos actuar en consecuencia. No torearlo. Y lo segundo cerrar filas en familia y lo digo por la atención a los enfermos de casa. Más calidad de vida. Más cuidados.
Es difícil abordar estos temas que no son agradables, pero son tan reales y tan crueles que nos mantienen a todos secuestrados y con emociónes- Iease estrés- Al borde.
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