Korima PLACE

18. ¡Si no es profe!

La vida se inunda y rebosa de cosas chuscas; te juega bromas, te da dolores de cabeza y de otros tipos de dolores, también; mientras otras tantas pasan absolutamente inadvertidas. Esta que nos ocupa, sin importar a cuál de ellas pertenece, hace su aparición repentina, ahora que se encuentra abierta la noria de los recuerdos

Cuando iniciaron las peripecias estudiantiles de la preparatoria, acá en la ciudad de La Paz, llegaron a mi vida otro puño de amistades nuevas, entre ellas, la de mi estimado amigo, Andrés Meza Rivera; muchacho muy alegre, inquieto, hiperactivo y además, muy trabajador. Se generó en nosotros, desde el inicio, una profunda camaradería, que de tan entrañable, nos llevaría también, a conocer a sus padres y sus hermanos, con quienes cultivamos, por supuesto, gran amistad que perdura por encima de los tiempos.

Andrés, en nuestros tiempos de bachiller, también trabajaba y estudiaba, como otros tantos que coincidimos en esos años de aula. Él trabajaba para una tienda de importaciones, y el centro de la ciudad era su medio de acción. Ahí se movía, como pez en el agua. En este espacio conocía a casi a todos los comerciantes y fayuqueros; locales o foráneos de los 80‟s paceños. Los que estaban instalados en sus propios edificios o rentados; los que estaban en las banquetas y los que iban y venían en el mundo del comercio, informal o regular, de aquella efervescente y pequeña ciudad; capital de los extravagantes productos que inundaban el interior del país, con sus productos “fayuca”.

Conocía mi amigo Andrés, de entre ese mar de gentes por donde se desenvolvía, a una familia que regenteaba un changarrito de revistas y chucherías, que estaba instalado por la calle Degollado, justo enfrente del Mercado Madero, casi en la esquina con la calle Revolución. En esta familia, había un muchachito que también estudiaba la preparatoria, tal como lo hacíamos nosotros. Sólo que él lo hacía en el Instituto Tecnológico de la Paz; institución que gozaba del prestigio de ser de las más “duras”, académicamente.

El joven tenía la edad, con que de forma regular los muchachos ingresan al bachillerato, es decir, era más chamaco que nosotros y los papás del muchacho, enterados que Andrés era un poco mayor que su hijo, y que también estudiaba en el nivel bachiller, lo abordaron. Le comentaron que su hijo estaba ya cursando el segundo semestre, exactamente igual que nosotros, sólo que traía algunos problemas, pues no había acreditado el primer semestre de matemáticas. Dentro de las paternales preocupaciones por los resultados de su chamaco, le propusieron, a Andrés, que les ayudara.

La ayuda solicitada consistía, a petición de los padres, en asesorarle para que el jovencito solicitara su examen extraordinario, evitando con ello retrasos y acumulación de problemas, ya que no podía tomar el curso de matemáticas II, sin haber acreditado la primera.

¡A qué Andrés! Se rió de muy buena gana, mi amigo, con la ocurrente propuesta de los señores, y les contestó:
—¡No, hombre, si yo estoy para que me ayuden, no para andar ayudando, y mucho menos, con las matemáticas!
Y continuaba riéndose de la “ocurrencia” de aquellos afligidos padres.

—¡Oye! Pero…, ¿Conocerás a algún profe que pueda ayudarnos?

—¡No, tampoco! Bueno, si los conozco, pero no como para pedirles eso. —y luego de cavilar tantito, les dijo—
¡Oigan, esperen! Verán…, hay un compañero en el salón, que es bien inteligente; se la sabe de todas, todas, el cabrón. Imagínense nomás; ¡le decimos, el pitágoras! Yo creo que el sí, podrá ayudarles.

—¡Ay, qué bueno! —Dijo la compungida y desesperada mamá— ¡Dile, por favor! Dile que nos cobre, no importa.
—¡Está bien! —Se comprometió, Andrés—Le voy a comentar por la tarde que lo vea. Ojalá que le interese, y pueda. Le voy a decir que venga a platicar con ustedes.

En eso quedaron.

Por la tarde, ya en clases y con el ánimo encendido, me estaba enterando, mi amigo, de lo sucedido.
—¡Déjame pensarlo! —Le contesté.

—¡Te van a pagar Padilla! —Me insistió.

—¡Déjame pensarlo! —Le repetí, ante su insistencia. Transcurrió la tarde y noche y las clases del día transcurrían con la normalidad de siempre. Yo que me retiraba una hora antes de concluir las clases, ya me preparaba para retirarme, porque vivía en San Juan de La Costa, a cuarenta kilómetros de la ciudad de La Paz, y el autobús pasaba a las 10:00 pm. Las clases abarcaban hasta las 11:00 de la noche.

Al observar mi rutina, nuevamente me abordó Andrés, y me preguntó;

—¿Entonces, qué les digo, Padilla?

—¡Diles que mañana a las 4:30 en la tarde, voy a platicar con ellos! —Le grité, cuando ya iba corriendo hacia la calle Abasolo, abrazado de mis cuadernos; eran tres cuadras por donde pasaba el autobús.

Al día siguiente, mi amigo me acompaño a platicar con los señores que solicitaban el apoyo, para su hijo.

—¡Qué bueno que va ayudar al muchacho! —Me dijeron— Si necesita comprar libros, o-lo-que-necesite, por favor díganos, no hay ningún problema.

Yo veía que los papás del muchacho, eran un manojo de nervios vivientes, los pobres.

—Déjenme ver primero, qué fue lo que vieron en el semestre pasado y les aviso, luego.

Le pedí el cuaderno de apuntes al muchachito y me despedí de toda la familia;

—Nos vemos mañana a esta hora. Le ayudaré de las 4:30 a las 5:45, porque entramos a las 6:00.

Afortunadamente, la casa de ellos estaba a la vuelta de la preparatoria. Me llevé el cuaderno y le di una ojeada rápida. Concluí, con la rápida ojeada, que habían visto los mismos temas que nosotros también vimos, como matemáticas I. Así es que, consideré que no haría falta adquirir ningún libro; con los apuntes era suficiente.

Nos reunimos al siguiente día, tal y como habíamos acordado. El hombre de la casa andaba para el trabajo; me atendieron el muchacho y su mamá.

Nos acomodamos en una mesa de jardín, bajo la frondosidad de un enorme árbol. Me insistió la señora si iba a necesitar algo; algún o algunos libros, para comprarlos de inmediato. Le comenté que no, que no sería necesario realizar gasto alguno en libros. Que iniciaríamos con los apuntes del mismo cuaderno de su hijo y con los apuntes que yo tenía, en el mío. En fin, que no necesitábamos nada de literatura adicional.

Desde los primeros instantes, noté que el muchachito era listo; lo mostró rápidamente; sólo traía el eterno problema de los jóvenes; “No hablan el mismo lenguaje de los adultos y sus prioridades son, distintas”.

Aprendió muy rápido lo que no alcanzaba a entender antes; transcurrieron cerca de quince días de asesorías, cuando se animó a solicitar su examen extraordinario. Lo presentó y obtuvo un 95 de calificación. El muchacho daba saltos, de tan feliz que estaba. No por el 95, eso era lo de menos, sino porque ya lograba entender las matemáticas.

En lo futuro, le seguí apoyando en aclarar algunas dudas, pero en su prepa, no volvió a reprobar nunca, ninguna materia.

El único problemita que se presentó en esta relación, que al final de la jornada sirvió para trabar una buena amistad, con el chamaco, fue al cobrar. No fue tan espléndido el asunto y aquella disponibilidad para invertir capital en la educación de su extraviado hijo, por las sendas sinuosas del álgebra, había emigrado; siendo ocupados esos espacios, por otros intereses. La paga fue conformada por lo que ellos consideraron “justo” y “justo”, es un verbo muy, pero muy difícil de conjugar, entre los seres humanos.

Pasado algún tiempo, me comenta mi amigo Andrés.

—¡Chale, cabrón, que gachos, los pinchis rucos! Aparte de que fue bien poquito lo que les cobrabas, ¿sabes que me dijeron?

—¿Qué dijeron, Andrés? —Por preguntar nomás, al fin y al cabo, ¡ya qué importaba!

—¡Si no es profe! ¡Ni libros pidió!

Mucha pena juntó el pobre chamaco, porque atestiguó el inoportuno y desagradable comentario de sus padres.


Carlos Padilla Ramos
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