Del libro El Corral Viejo, de Emilio Arce, la versión completa del cuento
“Asterio”
(Retrato de un día como cualquier otro)
“No escarbes mucho; los verdaderos tesoros no se ocultan: están contenidos, a cielo abierto, en el baúl de nuestro corazón”
“No podemos luchar contra nuestros demonios y salir ilesos”
Milo.
Como mudo vestigio de la nocturna incursión al inframundo, quedó solamente un huarache izquierdo color rosa mexicano, huérfano como buque en naufragio, abandonado a medio taste por su propietaria Doña Genoveva, mismo calzado que, al rompérsele la borla delantera que sostiene el puente del huarache, entre el dedo gordo y el dedo cacahuate, se le empezó a deslizar hacia arriba del tobillo, hacia la pantorrilla, desafiando la ley de la gravedad, haciéndole sentir a su portadora que unas garras siniestras intentaban asirla de uno de sus juertísimos miembros inferiores, para transportarla a un mundo de pesadilla y terror. Al más allá. -¡Suéltame, suéltame pinchi mostro jijuepuchi…!- le gritaba mi tía Veva, dando olímpicos saltos sincopados hacia adelante, pateando el aire como uno noventa de alto, tratando de sacudirse, al estilo de los del Palo Bola, la imaginaria zarpa que sentía que la sujetaba cuan ofidio, inyectándole ese octanaje extra que la transformaba momentáneamente en una Ana Guevara choyera revuelta con Bruce Lee, Jackie Chan, Kwai Chang Caine, y el difunto Rogelio Pozo.
Al final, había dejado, pues, por la inercia de la hiper aviada con que cruzó el océano iónico, un huarache color rosa mexicano, desamparado, semi enterrado entre el lodazal, dibujando extrañas huellas como de pata de cabra apuntando pa´ tras, al romper el invicto record de velocidad cronometrado en Tepentú (que hasta tantito antes de estos acontecimientos ostentaba el caballo “El Machaca” del Toñito Hidalgo, el hijo de la Cocó, nacido en El Gramal), record roto a unos cuantos pasos y a unas décimas de segundo de distancia de una radio lámpara que yacía encendida y tirada en el borde de un pozo recién escarbado; lámpara cuyo haz luminoso quedó fijo y cantiachi, alumbrando a un curioso y chistosísimo cochi prieto desorejado oriundo de La Poza Larga, escuchándose, a lo lejos, en off, la modulada voz del locutor de los prestigiados Laboratorios Mayob, recomendándoles reumo-san para las reumas; pío-san, para la piorrea y hemo-san para las hemorroides, además de enviarle un saludo, a su amable y gentil auditorio, y una canción con Las Jilguerillas titulada “Cielo Azul, Cielo Nublado”, desde Hollywood, P. O. Box veintitrés, Los Ángeles cincuenta y tres, California.
EPÍLOGO
-Recuérdate, Asterio… ya despiértate, tú. Tienes pesadillas… y ya va a ser de noche…- le susurró al oído mi tía Veva, palmeándole el pecho levemente para no despertarlo bruscamente- Ya va a ser de noche y acuérdate que tenemos quir a escarbar… ya recuérdate antes que se acaben de trozar las lías de tu catre, Asterio, y acabes revolcado en el suelo arriba del mañoso de tu perro…- le dijo semi sonriente, volteando a ver el rostro de Doña Ascensión, en muda complicidad.
-Vele cociendo de una vez un tecito pa´l estómago, Vevita- ordenó acomedida Doña Ascensión, haciendo un gesto de sonrisa sardónica, tapándose la nariz y echándose aire con la orilla de uno de los multi coloridos tapetes, tratando de espantar, como si fuera un enjambre de bobitos, el escueto pero fuertemente escatológico efluvio ambiental que emanó de un vientre en el fragor reciente, venido de allá por el rumbo del cercano catre de lías donde se agitaba Don Asterio y bajo del cual, justo entonces escapó, herido del olfato, el “Comecuandohay”.
-¿¡Eh!?, ¿Qué horas son, pués?- preguntó espantado mi tío Asterio, abriendo los ojos, cortando con el dorso de su mano un finísimo hilo de ADN que puenteaba entre la comisura de sus labios y un espeso charquito de la almohada, mientras, arriba, el cielo iniciaba su anónimo ritual de evoluciones cromáticas.
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