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Un Cota solitario - Olgafreda Cota

Un Cota solitario

Después de una noche de mareo debido al movimiento del ferry y con un trozo de Rosca de Reyes amenazando salirse de mi estómago, llegó el amanecer de aquel 6 de enero de 1978 y lo hizo, reflejando el azul hermosísimo del mar que nos rodeaba. En los costados del barco los delfines nadaban como si estuvieran escoltándonos.

De pronto alguien dijo: ¡Ahí está la península! Yo divisé en el horizonte una línea oscura que se fue definiendo a medida que nos acercábamos. Todas las colinas eran de color café en muy variadas tonalidades; había unas del tono marrón de las castañas, del casi amarillo de la miel, del dorado brillante de los campos de trigo, otras con el color café enigmático de la mirada de mi gato; las había del color que tiene la cáscara de las almendras y que aprisionarían los ojos de mi hija, en aquel entonces, ni siquiera soñada… ¡Decenas de cafés distintos! ¿Cómo era posible que un sólo color tuviera tantos y tan bellos matices? Cuando nos acercamos más a la costa, aparecieron los cardones como un bosque de jade.

Dejé de escuchar los gritos de mis hijos, la voz de mi marido y los ruidos de otros pasajeros, para solamente mirar y admirar aquella península que cada segundo me capturaba más. En alguna parte de ella estaba La Paz, nuestro punto de destino.

Mientras el barco atracaba en la terminal de Pichilingue, nos dirigimos al automóvil de nuestro compadre y amigo, que había aceptado traer consigo una jaula dividida, con la parte superior para el conejo y la de abajo para el cocodrilo; aparte traía el acuario con nuestros peces metidos en bolsas de plástico y en una caja especial a Milo, nuestro perro. En nuestro auto venían mis tres hijos bastante más fastidiosos que los animales.

Por fin descendimos a tierra sintiendo que el suelo se movía y por primera vez pisamos nuestro nuevo hogar. Bajamos conduciendo rumbo a la ciudad por una carretera algo sinuosa. Me sorprendió mucho que el mar no tuviera olas. Pronto estuvimos en el malecón, con unos enormes y bellísimos laureles de la India. Me habían descrito a la ciudad tan pequeña que me sorprendió la altura del edificio Armenta y la Catedral de Nuestra Señora de La Paz tan esbelta y hermosa.

Nos dirigimos a la casa cuyo alquiler habíamos empezado a pagar meses antes, porque en ese entonces, las viviendas en renta eran difíciles de conseguir. Nuestra nueva morada era bonita, amplia y con un terreno grande en la parte de atrás, ideal para que mis hijos jugaran, lo cual muy pocas veces hicieron, porque en La Paz, las calles y las playas eran lugares tan seguros como el interior del hogar.

Nuestra primera visita fue a “Los trolebuses”, el lugar tenía poca gente, nos explicaron que en verano no se daban abasto. Resultaron más deliciosos de lo que nos habían contado y probamos todos los sabores hasta que nos quedó el estómago frío y las manos heladas.

Al día siguiente, antes que ninguna otra cosa, tomamos un camino de terracería que nos llevó a la playa del Tecolote para meternos al mar. En el camino, vimos por primera vez un coyote, el desierto con sus cardones; el mar y los manglares formaban un lugar tan hermoso que desde el fondo de mi corazón pedí:

“Dios, permite que vivamos aquí el resto de nuestras vidas”.

Estábamos a principios de enero, la temperatura nos pareció un poco fría, pero nada nos importaba. Éramos los únicos metidos en el agua. Algunas personas pasaban caminando por la playa, usaban chamarras y nos veían con asombro, como si estuvieran contemplando un grupo de locos y no estaban equivocados.

Hasta entonces, sólo había visto un Cota en mi vida, ese Cota, era yo cuando me veía al espejo, pero aquí, en La Paz, pasaba algo inverosímil, tenía un Cota junto, otro delante, más allá otro, otro, otro y otro Cota, en todas partes los encontraba.

Con el tiempo leí la información necesaria para ubicar los nombres de mis tatarabuelos y los tatarabuelos de ellos y así me enteré, que, aunque la punta de mi árbol estaba en la Ciudad de México, su raíz se encontraba en Baja California Sur.

Y fue aquí, en La Paz que dejé de ser un Cota solitario.


Olgafreda Cota
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3 comentarios en “Un Cota solitario”

  1. Angélica Arias Càrdenas

    Este relato, hermoso evento en la historia de una familia, es muy hermoso y nos hace imaginar cada sitio que se relata en esta historia. ¡Esplendido!

  2. Indra Alvarez

    Que emoción sentir lo que ud nos describe de una ciudad y una península que nos ha cobijado a tantos.. Gracias maestra por sus hermosas líneas. Con cariño. Indra

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