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Abuelas - Malena

Tengo dos abuelas

Como las mías ya se fueron, a fuerza de ir a verlas cuando se puede, revolotearles cerca, escuchar historias de hace mil años de sus bocas pícaras y desdentadas, acomodarme en sus regazos y pedirles que me adoptaran como familia por terquedad mía y por bondad de ellas, ahora son mis dos abuelas: La madre de Ana en Oaxaca y la madre de Pancho Cota en el rancho Las Playitas, la primera vive en una calle que se llama Naranjos, la segunda tiene como vecino al océano Pacífico.

Doña Esther la oaxaqueña, es pequeñita como un niño, ah, pero desde su silla de ruedas a grito abierto manda a todo el mundo que vive en su casa, con un solo grito de ella nos paramos todos, ya sea a medianoche para darle agua o ponerle mas aceite a la vela de la Virgen o para preguntar si ya llegaron todos sus hijos y su nieta a dormir, porque por muy vieja, sorda y cansada que esté, lleva muy bien las cuentas en su cabeza y no pega los ojos hasta que estemos todos completos durmiendo bajo su techo, conoce los pasos de cada uno y tiene todo el derecho y el poder de darnos una buena pela verbal si pretendemos en nuestras ilusas cabezas trasnochadas entrar sin saludarla de puntitas en la madrugada, ella tiene un radar bajo la cama y nos llama a cuentas, ipsofactomente.

La otra, la del rancho, tiene un horizonte más amplio y una familia más grande, conformada por más de cien personas, entre hijos, hijas, nietos, bisnietos, sobrinos, primos, hermanos y colados como yo. Aparte de su familia, Doña Maria del Rosario Orozco, mejor conocida como Nana Chayo dueña de playa y montaña, conoce de nombre y apellido cada uno de sus 60 chivos, 50 vacas, 30 pollos, gallos, gallinas y guajos, sus 3 perros y es muy re capaz de caminar en la madrugada sin miedo a las cascabeles si se le pierde o se le atrasa uno de ellos. Calcula el mes de las siembra y cosecha y cuanta producción sale de cada uno de los plantíos de calabaza, ejotes, chiles, melones, llama por su nombre a cada una de sus plantas que tiene por costumbre salir a regar y regañar cada mañana cuando sale de su puerta con un gorro y una bufanda que le da tres vueltas en el cuerpo, conoce a todos y cada uno de estos seres a los que ella llama «los míos» por fecha de parto o por la marca o tamaño de la polvareda del carro que va pasando y por los pasos que da uno cuando se acerca a su casa en busca de café, ese café que no sabe igual en ningún lado.

Con este tipo de abuelas que yo tengo, adquiero también una obligación y un compromiso, el de aprender a ser un poquito de lo mucho que ellas son, generosas, buenas, lucidas y lógicas, prácticas, ligeras de culpas y de rencores obsoletos y oscuros, renacen todos los días con irreverencia, con recuerdos de cuando eran novias, (_»Y cuanto ganas en esa casa? 100? vente conmigo yo te los doy» me dijo, entonces me compró un vestido rosa y otro amarillito, y que me voy con él. Y la otra dice: «El mío se me fue pronto, fumaba mucho, yo le decía: «te vas a morir», y pos se murió»….) Así son ellas, mis dos abuelas una en el valle, la otra en la playa, con boca de marinero, rezandera una, alburera la otra, se ríen de todo y por nada lloran, haciéndome partícipes de sus universos paralelos, donde hasta a los muertos, los suyos, seguramente las visitan para tomar café, y platicar, cuando aquí nadie les habla, ni las ve, mucho menos las escucha.

Quizá somos el estreno de un pasado que revive.

Traigo en la frente sus dos bendiciones, camino contenta y confiada, no me tocará ni lo malo ni lo amargo.



Malena Sorhouet
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