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Quitense los zapatos - Miguel Angel Aviles

Quítense los zapatos

Yo era malo para jugar, pero era bueno para poner cuidado. Por eso me acuerdo como si lo estuviera presenciando ahorita. En la calle no había nadie porque el sol era una braza, pero alguien los miraba venir y corría a decirles a todos que habían llegado los del otro barrio y, como una cuestión de honor, se le tenía que hacer frente al desafío.

Los » del otro barrio» no eran más que nuestros mismos amigos que vivían casi a la vuelta de la esquina o a dos, tres cuadras de las casas nuestras, pero en eso de retarnos en el fútbol significan algo así como un ejército invasor contra quien había que pelear a muerte.

Se interrumpía la siesta o tirabas el taco con mayonesa que te andabas comiendo, o dejabas de ver tu programa favorito del mediodía y te ibas sumando a la posible alineación que disputaría el partido que estaba por iniciar. Dos piedras hacían las veces de portería en ese calle que, para nosotros, era un monumental estadio y el juego estaba por ponerse en marcha.De este lado, sin embargo, no se querían dar ventajas y además no éramos tan pendejos como exponernos a una lesión innecesaria. Por eso la condición se convertía en una orden: “…pero quítense los zapatos”, exigía el equipo local que, sin excepción ,ya alineaba con la pata pelada.

Los del otro barrio, condescendientes o para evitar algún pretexto si se llevaba la victoria, se orillaban hacia la banqueta y ahí dejaban el montoncito de taquetes o de tenis que lucían con cierta pretensión intimidante. La contienda daba inicio y aquello se prolongaba hasta que empezaba a oscurecer. El resultado podía ser a favor o en contra o el dedo gordo de alguien podía terminar con la tapa levantada y molido en sangre, no le hace que se hubieran quitado los zapatos.Pudo haber conatos de broncas que no pasaban de una mentada de madre pero hasta ahí. Al tercer día, estos mismos estaban de regreso o eran los de otras cuadras más allá. Pero frente al rival en turno nunca nos rajábamos, Vale madre que no. No le hace que nos a completáramos con puros malos como este cabrón que aquí les cuenta.

“Pero quítense los zapatos» volvíamos a ordenar y, luego de cumplir con obediencia, ese nuevo partido iniciaba hasta que la noche daba el silbatazo final. De esa calle terregosa solo quedan algunos restos, la fue matando de alguna manera la modernidad y la sepultaron con un negro chapopote que, de tan mala calidad, a veces la calle se manifiesta y nos mira con resurrección, esa que para los niños que fuimos, que seguimos siendo, será eterna. Porque hoy, a las tres de la tarde que volteo al pasado como si fuera una pizarra, el marcador es contundente: el olvido recibió tremenda goliza de parte de la memoria y de esas hilachas del número seis que aun pendulan, de vez en cuando, allí en lo alto de esos cables.


Miguel Ángel Avilés Castro
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