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Mi dolor es diferente al mio - Carlos Padilla

04. Mi dolor, es diferente al tuyo

El dolor por la pérdida irreparable de un ser querido es inenarrable. Corta. Mutila. Hace explotar, en miles de astillas, el alma cercenada como con cuchillos al rojo vivo. Trepanan y lastiman como la más grande herida, jamás sufrida. Los sentidos se abotagan. La toma de decisiones se vuelve pasmosa y pastosamente lenta. Brutal. Pesada. Imprecisa.

El llanto que llega a borbotones y que vuelve blanda e indefensa toda nuestra humanidad, jamás es suficiente. El dolor adquiere proporciones monstruosamente colosales, y no posee tamaño definible. Se extingue la forma de ser cuantificado. Se vuelve adimensional y amorfo.

Todos, absolutamente todos, queremos los restos mortales, de nuestro ser querido, con nosotros.

Hemos perdido mucho más allá de la mitad de la prudente capacidad de razonar. De ver el dolor que también están sufriendo los demás. No existe, ya, la capacidad de prever el daño colateral que producirán los comentarios que, a destiempo y con desatino, se vierten.

Nos hacemos reclamos inverosímiles. Nos echamos, encima, culpas por problemas que jamás han existido, y al final de la jornada, todos tenemos la razón. Pero también, nadie la tiene. Nos vemos, de pronto, envueltos por un manto de discusiones estériles que no conducen a nada, y que sólo invaden, sin razón, nuestro abatido ánimo.

La luz de la esperanza se bambolea dando tumbos. Oscilante e indeciso es el fulgor que con timidez, apenas, se asoma y busca con rapidez un escondido reducto donde ocultar su débil y flamígera pena.

El sufrimiento se multiplica con cada reclamo. Se reproduce al salto de cada burda idea con la que justificamos nuestra opinión. ¡No logramos ponernos de acuerdo! Y es que no estamos pensando en lo mismo, ni podremos hacerlo, porque sencillamente no tenemos los mismos recuerdos, ni las mismas vivencias, aunque seamos una misma familia.

En este momento se nos ha olvidado que Dios existe y que ha purificado ya a nuestro hermano. Y algo más grande nos sucede, sin que alcancemos a darnos cuenta.

¡Nos está viendo! y también a él lo estamos haciendo llorar como nosotros lloramos. Y creo, le estamos obstruyendo su caminar, haciendo más difícil su irremediable partida.

En este instante de egoísmo máximo intentamos pensar por los demás, decidir por ellos, sin darnos que cuenta que hemos perdido la capacidad de pensar y que tan sólo lo hacemos, en un carrusel inercial, por nosotros mismos.

Estábamos hasta hace un momento, fuertemente unidos ¡Nos cohesionaba el dolor físico de nuestro hermano! Trabajábamos en equipo. Nos movíamos en el mismo sentido y jalábamos para el mismo lado.

De pronto se acabó la vida de nuestro hermano. Ahora corremos sin rumbo. Como hormigas en la tarea febril por dar a tiempo con el hormiguero perdido.

La calma viene, de vez en vez, como sutiles y suaves oleadas del mar. Casi como si ya hubiésemos vencido el dolor. Sin embargo, a la primera “provocación” regresamos al mismo punto. Como dando vueltas en el mismo lugar, sin encontrar salidas ni respuestas. ¿Qué le vamos a decir a los amigos? A los que estuvieron con él, más cerca que nosotros mismos ¡Qué-les-vamos-a-decir? ¿Cómo los vamos a consolar? ¿Quiénes somos para coartarles ese derecho? ¿Cómo no permitirles que se despidan, de él, cantando? Si al final de cuentas, lo único que estarán haciendo es cantarle sólo las que a él le gustaban y que en algún momento, en vida, fue él mismo quien así lo había solicitado, previsto, o a ultimadas cuentas, lo habría autorizado.

¿Cómo negarle, eso, a quienes fueron “su familia” en ausencia de nosotros? ¿Cómo hacer caso omiso a sus llantos? ¿Cómo negarles el derecho de despedirse de él? Con sus formas y maneras. Sutiles o superfluas. Con risas o con llantos. ¿Cómo negarles ésa posibilidad? Que son formas con las que probablemente no estés o estemos de acuerdo, no es el caso, porque ni siquiera las conoces o conocemos, porque; ¡Ni siquiera las puedes imaginar! Llorar. Seguiremos llorando. El dolor no se apaga con el llanto, pero lo necesita y exige, el cuerpo mismo, como el bálsamo celestial que curará todos los dolores; los del cuerpo y los del alma.
El sufrimiento y la tristeza sentarán sus reales en nuestras almas. Quizá; más por los desacuerdos que se generaron, entre nosotros, que por haber perdido a nuestro hermano y lo que es peor ¡Haberlo enterado, en su partida! Y porque, además, no fuimos capaces de mostrar la solidaridad del gran equipo que pudiéramos llegar a ser. ¡Sin soberbia, ni reclamo!

Ahora falta la parte más complicada. El acostumbrarse a vivir el tiempo venidero, sin él. Requerirás de mucha fuerza y apoyo. Ojalá lo encuentres y te acompañe siempre. Será absolutamente necesario.

Quizá logremos entenderlo. Quizá no. Sólo el tiempo y la distancia, lo definirá. Sí. Porque al final de cuentas;
¡Mi dolor, es diferente al tuyo!


Elizabeth Acosta Mendia
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