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El circo - Miguel Angel Aviles Castro

Los circos. Y cuando hicimos mucho circo

El domingo pasado fui al circo.

No había vuelto a uno desde hace un buen tiempo.

Aquella vez, la anterior a esta del domingo, en la ciudad había otro circo: ese que habían hecho las autoridades a partir del brote de influenza AH1N1 y que llenó de paranoia o psicosis al país entero y el Gobierno desplegó un enorme aparato publicitario para convencer a todo el mundo de que, si la pandemia no llegó como decían , fue por la oportuna reacción de ellos.
Desde entonces, el gel antibacterial se ha quedado entre nosotros. Por eso creo que sus fabricantes y vendedores deben sumarse a las líneas de investigación que ,a partir de ahora, enlistaré para averiguar si eso de la influenza era todo cierto o nomás nos vieron la cara , nuevamente.

A mí y a otras personascercanas ,seguramente, no nos las pudieron ver pues esa tarde que decidimos ir al circo, el tema de la mentada enfermedad estaba en auge y para no correr riesgo alguno, salimos con nuestro respectivo cubreboca y así llegamos, cual grupo de cirujanos que están por entrar a un quirófano.

Yo pensé que se había suspendido la función porque estaba vacío. Corrijo: estaba casi vacío pues nada más habíamos como siete gentes de público, debido al miedo del contagio por la mentada influenza.

Pero si por esto último ya teníamos un chingo de miedo, más nos dio cuando el animador —que no sé de dónde sacó ánimo— nos dijo que, después de la rutina de los payasos o no sé quién, venía el espectáculo de los tigres de bengala.

Cuando habló en plural, yo, acomodándome el cubreboca para no correr ni el más mínimo riesgo, supuse que se trataba de una pareja de felinos, como suele ser en la mayoría de los circos pero no, el hombre aquel agarró aire y sentenció, eufórico , que eran once tigres los cuales no tardarían en salir a la pista para brindarnos su espectáculo.

¡Once tigres!

Yo estuve a punto de proponer que saliéramos corriendo frente a la clara desventaja en que estaríamos, pero agarré valor y me contuve. Era verdad que en un posible enfrentamiento cuerpo a cuerpo nos tocarían casi dos tigres por persona pero si eran tan mansitos como todos los que andan en eso, nada pasaría y saldríamos bien librados.

Cuando el domador los acomodó en la pista no sé si fue humillante o me entró la envidia. Mientras enfrente había once, más el maestro de ceremonia, el domador, los ayudantes, los que venden unas lucecitas y las fotos que toman sin darte cuenta, y los que se estuvieran asomando por una rendija de la carpa , acá apenas había siete y quizá ya no en el mejor estado de salud ,debido a eso que sigo pensando que fue un invento o al menos una exageración.

Es cuestión de enfoque, pero créanme que no se sabía quiénes eran los espectadores y quiénes eran los que daban espectáculo, si ellos o nosotros. Por eso no quise ni moverme cuando vi que el domador sacó su látigo y lo azotó, tronante, en el piso.

Ante el escaso, escasísimo público por culpa de semicuarentena y del terror que pegaba en la ciudad, el hombre pudiera estar molesto ,de tal suerte que en cualquier rato desataría su furia contra cualquier de los presentes y la espalda nos hubiera quedado más rayada que la de esos pinchos tigres.

Afortunadamente todo salió muy bien. Ni nos atacaron los tigres, ni pagamos los platos rotos por la poca afluencia y lo mejor: nadie, ni al día siguiente ni más delante cayó en cama.

Puede que debido a todo lo vivido en esa ocasión algo hizo el inconsciente y me resistía a volver a un circo.

Pero volví el pasado domingo y otra vez salí bien librado y feliz porque ahora ni animales traen y yo estoy más sano que nunca o al menos eso creo


Miguel Ángel Avilés Castro
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