Si una cosa se torna difícil en esta vida es que te enfermes de algo y que no puedas comer lo que más te gusta.
Que no puedas o que no te dejen. Por tu bien o por tu mal, según lo quieras ver, pero no puedes o no te dejan.
Hacerlo es empeorar lo que tienes y en un descuido te lleva Pifas ¿quién es Pifas? No sé pero te lleva y al rato ahí te estamos llorando por no hacer caso.
Hacerlo es regresar al pasado, cuando todo era, literalmente, pura vida y pertenecíamos a la iglesia metodista, es decir, te metías de todo y, según tú, no pasaba nada.
Hacerlo años antes de lo que de viejo te aqueja, pues qué maravilla. Edad temprana, momento, antojos, noches locas, fiesta y no sé qué más, es un coctel insuperable como para no poder decir que no y como dijera mi amigo Hernán, aquello servido en bandeja de plata, se goza como si no hubiera un mañana.
Pero qué triste realidad la que me has ofrecido, diría Jose Alfredo, cuando nuestro organismo recibe y resiente un desorden permanente, sin matices, pegándole duro a las grasas (¿alguien sabe de unas buenas carnitas que me recomienden?), a los azúcares y no sé qué más cuestiones que a la larga dañan, sobre todo cuando en cuestiones de ejercicio no caminamos ni alrededor de la mesa del comedor.
Figúrese pues que, más adelante, las consecuencias llegan, si es que, desobedeciendo a los expertos, a tu mamá o al que te está viendo que ya pediste el octavo taco, no preferimos una dieta balanceada, el pilar de la salud, incorporando los nutrientes que necesita el cuerpo correctamente lo cual garantizará tu bienestar a corto y largo plazo.
Pero la cosecha de ese desorden puede variar:
Inciso a) puede que te digan sin esperarlo que se acabaron las bebidas y si quieres echarte un trago, vámonos a otra cantina, y te vayas pa donde van los muertos que quién sabe a dónde irán.
Inciso b) Puede que se sienta raro, es decir, que su cuerpo le esté pasando factura y él haga caso omiso y literalmente se haga de la vista gorda, no intente ninguna autocrítica, ignore cualquier recomendación de un especialista, crea que sus tarantas se debe a la vacuna contra el Covid que le acaban de poner o todo es culpa de Felipe Calderón. Y bajo esa lógica, no se atiende hasta que no puede más.
Inciso c) Puede que vaya al hospital, le digan que no haga tal o cual cosa pero lo hace y como dicen que pasó con el nogalense Javier Solís, ese que murió en el año en que yo nací, la muerte se encapriche y se lo lleve.
Inciso d) Puede que te resistas, que des la pelea o que estés joven (porque cincuenta años es estar joven ¿o no?) y no quieras irte porque sí o porque tus hijos te necesitan o porque deseas que ese humor hacia lo que te rodea no quieres que parta contigo, o porque hay amigos que no quieren tu ausencia (invisible) o porque que no puedas comer lo que más te gusta.
Inciso e) puede que seas de acero o de una salud que ni comiéndote un marrano vivo sufre de los estragos de su voracidad.
Todas estas variantes son dignas de estudiarse para saber la diferencia entre un paciente que está en casa con uno que ya hospitalizado; entre el que se alivia después de que ya casi le untan los santos óleos con que ni chanza dio de ponérselos.
Mientras eso se averigua, yo pienso que mucho ayudaría él dar un viraje para transformar en el menú que restringidamente, hasta ahora, se le ofrece a un enfermo.
No quiero decir que casi casi vayamos a dar el banderazo de salida a la eutanasia a punta de bárbaras tragazones y glotonerias, donde se griten vivas a los triglicéridos y al colesterol. No, y enseguida les explico mi propuesta.
Antes bien, debiéramos de reconocer que todo paciente indisciplinado es como un adicto a cualquier droga ilícita. A partir de esa analogía, entenderán entonces que, así como se propone legalizar la droga, así también hay que legalizar el contrabando de alimentos en los hospitales o en la propia casa y nomás regulémoslo.
Al igual que los trasiegos o rutas que existen para el transporte de mariguana o cocaína, reconozcamos que en las clínicas hay un tráfico desafiante de tortillas de harina, de tacos de chicharrón, de ollitas de pozole, de pasteles de cajeta y tantas cosas más con destino a la cama número tal, sin que nadie lo pueda evitar y de pronto, de la nada, el convaleciente recibe a punto de eructos a la enfermera en turno que le llegó a checar el suero.
Esa práctica se vuelve una tentación, porque tampoco de este lado de lo lícito, no se renuevan ni hacen por ofrecer un menú que pueda inhibir el contrabando. Así no se puede competir e irremediablemente vence el mal.
Pero si se quiere dar la pelea no queda otra más que renovarse o morir. Al interno hay que darle lo que más le gusta o algo muy parecido a ello. Al enfermo hay que ofrecerle placebos de lo que está deseoso de probar y si harán el recorrido para repartir el desayuno, la comida o la cena, ya no lo hagan en esos carros cromados que les rechina todo y huelen a medicina añeja, sino en un carrito de hot dogs o en una carreta de tacos para que el encamado piense que está en una esquina de su barrio o en la plaza más emblemática de la ciudad en materia de antojitos.
Esta cruzada en mucho ayudará. Bueno, al menos ayudará más que limitarse a seguir repartiéndoles gelatina de limón, una taza de avena y cuatro tiritas de papaya.
Él convaleciente no estará comiendo al cien por ciento lo que más le gusta, pero se hará ilusiones por un ratito y todo en él será felicidad.
Qué tal si se emociona tanto que sale corriendo a buscar a los verdaderos y en un descuido se le olvida que alguna vez estuvo enfermo.
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