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Don Adolfo - Carlos Padilla

14. Don Adolfo

De grandes gentes está compuesto el mundo, aunque sintamos que no lo parezca y por momentos perdamos la calma y la capacidad de seguir creyendo en la humanidad.

Adolfo Rodríguez Rubio, gran persona, además de un prestigiado y muy respetado ingeniero civil en los años 80‟s de la Baja California Sur y fue entonces, cuando tuve la suerte de conocerle.

¡Sé que debes estar calculando estructuras,
y construyendo edificios,
donde quiera que estés,
ingeniero amigo!

Fueron muchísimos los años de convivencia con este maravilloso ser humano; ingeniero, amigo, padre, maestro; ejemplo siempre para con todo el mundo entero, y su familia.

Lo conocí, para ser exactos, en el año de 1982. Estudiaba yo la prepa. Fuimos compañeros de trabajo en la empresa constructora llamada “Diseño Integral de La Paz”, propiedad del ingeniero Roberto G. Nava Medina (No le gustaba que le dijeran “Genaro”, por ello, lo abreviaba con la “G”) y fue precisamente aquí, en esta empresa constructora, donde nos tocaría vivir, juntos, las primeras peripecias de nuestra amistad.

Aunque nuestra diferencia de edades era notable, nunca fue considerada como restricción para que nuestra amistad lograra desarrollarse plenamente. Y como don Adolfo, me lo comentó, alguna vez, cuando se enteró de la que yo tenía;

—¡Híjole mano! Tú andabas naciendo, apenas, Carlitos, cuando yo ya andaba en los ajetreos de la titulación, mano.

Esa era su afable manera de expresarse, siempre, con todos sus amigos y con los que no lo fueran, también. Y yo pienso que eso, era lo que le abría las puertas doquiera que se ofreciera su presencia.

Dentro de tantas y tantas actividades que desarrolló, esta notable persona, existe una que me pareció siempre sumamente importante; fue un incansable participante y fundador del Colegio de Ingenieros Civiles del Estado de Baja California Sur, llegando a ser su presidente y un incansable y eterno colaborador.

En nuestro lugar de trabajo, en los ratos libres, y en otros también, me encontraba siempre estudiando; haciendo a escondiditas mis tareas de la escuela y el me descubría y de las múltiples y repetidas ocasiones en que me sorprendió haciendo esto, cariñosamente, me decía;

—¿A qué estás jugando, mano?

Ya le explicaba que se trataba de una de mis tantas tareas; de física o de matemáticas o quizá de cualquier otra materia. Una vez enterado del asunto, sonreía y me volvía a decir;

—¡Sale pues, Carlitos! ¡Ahí, si te salé alguna duda mano, me avisas, y a lo mejor entre los dos la agrandamos más mano! —Y se retiraba a su área de trabajo, siempre riéndose de su ocurrencia.

La verdad es que siempre tuvo la grata y libre oportunidad de ayudarme para resolver estos, y muchos otros más, tipos de problemas. Se mostraba siempre, dispuesto a apoyarme con una alegría un tanto inusual, que yo no había visto más que en mis padres o mis familiares. Su actitud era como la de un gran ser humano que nació para apoyar; un guerrero de mil batallas. Siempre franco y solidario.

La década de los ochentas se presentaba azarosa y fue una locura en el país respecto de los costos de los insumos de la construcción. Amén de todo lo demás. Recuerdo que en las oficinas de la constructora, donde desarrollábamos nuestras tareas laborales, se elaboraban los presupuestos de las obras a construir, mismos que sufrían un sinfín de variaciones, al igual que la variación misma de todos los factores que integraban sus precios unitarios; en períodos muy cortos, mucho más cortos que la duración misma de las obras.

Don Adolfo se dio el tiempo necesario para enseñarme a calcular, lo que en aquellos años se llamaban “escalatorias”, hoy día, “ajustes de precios unitarios” Yo más o menos me imaginaba de qué se trataba, por comentarios vagos de él mismo, pero era apenas un estudiante de preparatoria y mis tareas en la empresa, eran las de dibujante.

Y cuando ya aprendí el método por completo, lo recuerdo diciéndome;

—¡Mira mano! No le vayas a decir a nadie que sabes hacer escalatorias, mano. Uno piensa que todos saben, porque debieran saberlo, pero no, no es así, mano.

Y así lo hice; me mantuve tan hermético con este conocimiento, que ni a mis amigos más íntimos se los comenté nunca, hasta que él mismo me autorizaría, algunos años después, a hacerlo.

El ingeniero Carrizales (a) “el Güerito” (Así lo llamaban, él y sus amigos), tenía la necesidad de realizar cobros por “escalatorias” y no tenía, ni el tiempo, ni el método para llevarlo a cabo. Fue entonces, cuando el ingeniero Adolfo me dijo:

—¡Mira mano! Vas a ir a la oficina del “Güerito Carrizales”, está en Ocampo y Gómez Farías; a un costado de la Gasolinera. Le vas ayudar con una escalatoria ¡No se te vaya a ocurrir decirle que estas estudiando, mano! Si acaso te pregunta, que es lo más seguro que suceda, tú le dices que eres ingeniero. Y si no te creé mano. Pos…, pos ya le dices la verdad, mano, y punto.

En eso quedamos. Llegué hasta las oficinas indicadas por don Adolfo, temprano. Me presenté en la recepción. Me anunciaron y se apareció bajo el umbral de la puerta de su oficina, el ingeniero Carrizales. De inmediato, me entregaron un puño de documentos y sobre un escritorio que me asignaron, empecé a trabajar.

¡Efectivamente! Tenía muchísima razón el ingeniero Rodríguez. En la primera oportunidad que tuvo el “Güerito”, me preguntó que si de que escuela había yo egresado. No me animé a decirle que era ingeniero. Le dije la verdad;

—Estoy apenas estudiando la carrera de ingeniería civil en el Tecnológico —le dije—En el de aquí de aquí, en La Paz.

—¡Qué, qué! —Con gran sorpresa y admiración, me dijo, que hasta me asusté— ¡Caray, hombre, y yo pensando que esa escuela vale…, para puro…, bla, bla, bla!

La verdad es que me sentí muy nervioso, al escucharle rezar aquel inacabable catálogo de descalificaciones. Pero, decir la verdad, de mi parte, eran, al fin, las instrucciones dadas por mi amigo. Luego pensé, para mis adentros, en la posibilidad de que se cancelara la oportunidad de un conseguir “un dinerito extra”.

Gracias a Dios nada de lo que imaginaba sucedió y al concluir los trabajos, de la escalatoria, lo entregué para que le dieran trámite, y el ingeniero Carrizales me preguntó.

—¿Cuánto va a ser ingeniero?

Me sentí muy cómodo y de sobremanera halagado con el apodo de “ingeniero” Pero estaba yo consciente de que me faltaba bueno y enorme tramo todavía, para lograr serlo.

Le dije el precio. Me pagó sólo una parte. Los argumentos fueron, además de fantásticos, cuantiosos. El resto lo recuperaríamos, entre el ingeniero Adolfo Rodríguez y yo, pasado un buen de tiempo después. Y recuerdo que me decía;

—¡Cóbrale mano, cóbrale, tú trabajo vale, mano!

Me daba la impresión que se sentía mal, porque él mismo era quién me había enviado allá. La verdad es que, yo cobraba cada vez que se presentaba la oportunidad, y la respuesta del Güerito, siempre era la misma;
—¡Ya mero llegas, Carlitos, ya mero llegas! No me presiones mucho, no-me-presiones-mucho, porque te mando hasta la cola.

Era de risa aquel argumento, para mí y para el ingeniero Adolfo. Pero al final, claro, me pagó todo.

Tuve la suerte de que el ingeniero Rodríguez y su esposa, estuvieran acompañándome, en mi mesa, el día en que se realizó la ceremonia y el festejo de mí graduación, como profesionista. Muy en lo particular, veía yo la felicidad que sentía él, al verme graduado. Compartió toda esa alegría que se le desbordaba, junto con mis padres. Nunca dejó de apoyarme en los años venideros. Sus consejos son invaluables. Ni la vida misma me alcanzaría, para intentar abonarle algo.

Era también alegre; muy chicharero y bromista. Lo recuerdo cuando, estando en su nueva oficina, me platicó:
—¿A que no sabes qué me dijo “La Luz”, mano? (Hacía alusión a su esposa) “¡Oye viejo, qué bien te quedó el changarro!” ¡Me sentí, como si fuera una tiendita para vender chicles, mano! —Y dejaba escapara su alegre carcajada.

Se trataba de que, recién había terminado de construir su propia oficina. Ya se había convertido en un próspero empresario y sus inicios, en esta nueva actividad, los había estado realizando en un estudio que se hallaba instalado dentro de su propia casa.

En otra ocasión me platicó que; en un viaje que realizó con la señora Luz, su esposa y compañera, a la ciudad de México, se les ocurrió, a ambos, pasar al lugar donde comían en su época de estudiantes. Después de sopesar el asunto y quedar de acuerdo, se trasladaron para vivir una aventura plena de añoranzas y recuerdos románticos.

El lugar se encontraba muy cerca de la universidad y se aprestaban a revivir un poco de la nostalgia de ser jóvenes. Llegaron hasta donde aún se expendía las tortas, que consumían las noveles generaciones. Se procuraron un buen lugar arrellanándose plácidamente en unos bancos, de esos altos, de los que le dicen periqueras. Con la mente y los pensamientos en retrospectiva, pidieron una torta para cada uno, ¡pero, ahora sí, con jamón! Cuando, desde su romántica remembranza, la terminaron de comer, don Adolfo, dijo;
—¡Híjole mano, no, de veras! ¡Definitivamente no saben igual, mano! ¡No, de veras que no!



Carlos Padilla Ramos
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