No recuerdo haber escuchado a mi padre reírse a carcajadas. Quizá sí lo hizo pero no lo recuerdo.
Hay gente así, que uno sabe cuando se está riendo hacia adentro solo por el movimiento alocado del diafragma y por los ojos inundados de lágrimas.
Mi padre era así, pero de todos modos, en sus ojos siempre brillaba una luz que me imagino, debe ser la misma luz que brilla en los ojos de cualquier padre o madre cuando tiene a sus hijos cerca.
Tampoco recuerdo haberlo visto llorar jamás de los jamases. Quizá sí lo hizo, pero nunca delante de nosotros.
No lloró ni cuando un médico de mala muerte le dijo que tenía un cancer inoperable en lo más profundo del cerebro, ni cuando un cardiólogo le diagnosticó a rajatabla que tenía el corazón de vidrio, y que en cualquier brinco de la vida podía quebrarse para siempre, y que por cierto, el único vaticinio acertado de su muerte, fue el de una gitana tarotista que sesenta años atrás, en su pueblo lejano, le espetara con brusquedad a los pies de su desvencijado carromato que déjame el tostón sobre la mesa y ya vete, muchacho, que de lo único que te vas a morir va a ser de viejo.
No lloró cuando murieron los más cercanos que debieron morirse después que él por aquello de la edad y del escalafón en que los años nos debieran acomodar en riguroso orden al final de la vida.
Era un hombre que quería aparentar dureza pero en realidad, en los momentos más duros de la faena diaria, en los tiempos de temporal y de chubascos, él era una barcaza frágil y desolada que solo se sentía seguro en esa bahía quieta que eran los brazos de mi madre.
Ella era la que conducía las plegarias y las oraciones en las noches de viejos solos, parada al pie de la cama frente a él, que permanecía sentado, quieto, en ropa de dormir, repitiendo y pidiendo a media voz por sus hijos desbalagados en los caminos de los días, e inclinaba dócil, la cabeza, ya al final, para que mi madre le santiguara el padre nuestro en la frente despejada.
Ni siquiera lloró el día previo a su muerte, cuando empezaron a hacer fila frente a él todos los muertos de su vida, que llegaban a saludarle, y nosotros, sus vivos, solo éramos una sombra a un lado de la cama.
Prefiero recordarlo así, a mi viejo, desgastado, débil, acabado, con mi mano tomando sus dedos huesudos y temblorinos, con sus ojos asustadizos al final del camino, porque fue entonces que lo amé, no con miedo, no con temor, no con respeto, no con esa idolatría con que se ama a los padres cuando son fuertes y jóvenes y sanos, sino lo amé con la ternura y la tristeza con que uno quisiera que lo amen cuando la muerte propia, la de uno, ande rondando por los pies de la cama.
Y lloro. Cuando lo recuerdo así, deveras, lloro; por el llanto que él nunca lloró, por quienes no quisieron o no pudieron llorarle en su partida, por el llanto de mi madre que siempre mantuvo el puerto abierto en espera de un regreso inevitable. Lloro, quizá tan solo por llorar o por esa lejanía suya que se agranda, que se hace más eterna…
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