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Jhonatan - Florentido Ortega

Jhonatan

El Jhonatan vive entre dos mundos, y sin ninguna dificultad, navega entre uno y otro de ida y vuelta y en contrasentido. Muy seguido, saluda a los transeúntes desde el suyo propio, donde nadie más que él puede entrar sin ningún permiso y sin ninguna contraseña.

Su gorra con la visera hacia un lado es lo más limpio que tiene en su exterior, o lo menos sucio, como uno desee verlo, pues su camiseta, que una vez fue verde olivo y su pantalón deshilachado, tienen toda la mugre de la calle y de los días.

El Jhonatan permanece mucho tiempo en silencio, viéndose a sí mismo, con sus ojos inflamados por el alcohol, en los tiempos en que fue un buen mozo, alto y atractivo, buscado con afán por las chicas de la preparatoria, y sonríe y adopta postura de galán cuando una de ellas se acerca a conversar con él, en su mundo hediondo y adormecido e imaginario.

Duerme en un lote baldío, debajo de un enorme pino salado, a veces solo, a veces en compañía de alguien que se acerca con una piedra para quemar o un cemento para aspirar, o un trago para ingerir, como su único alimento; pero casi siempre, sobre su tendido de hierbas secas, muy cerca de sus propias deposiciones.

Él era nuestro chico del barrio, el deportista, el respetuoso, el popular, y nadie sabe cómo lo pescó el vicio, en una tarde de mala muerte, pero sí,  todos notaron como el Jhonatan se fue precipitando, poco a poco,  sin resistencia alguna, al pozo aquel desde donde a veces saluda a los automovilistas que lo miran ya, como parte del paisaje sucio matutino,  que los distrae de su noticiero rumbo al trabajo, o sus rolas de Joaquín  Sabina en la radio, o su tentempié mañanero mientras llegan presurosos a la oficina.

Allí, en el confort del aire acondicionado, nos perdemos el resto del día en nuestros propios laberintos, mientras el Jhonatan deambula cerca de los Oxxos, donde lo proveen de alcohol a cambio de las moneditas que le dan personas caritativas en las colas de las gasolineras o los bancos cercanos.

Es su mundo. Su vida transcurre entre lo que dura el efecto del siguiente trago de alcohol porque ya ni siquiera puede adquirir, por sí mismo, alguna droga que meterse.

¿Para cuántos de nosotros dejó de ser el Jhonatan nuestro para convertirse en la estatua mugrosa que no queremos ver cada mañana? ¿Cuántos de nosotros volteamos la mirada hacía otro lado porque nos duele verlo, o porque nos intimidan  sus ojos asolvados y su sonrisa de niño avejentado, y su señal con los dedos curtidos de la mano que nos santiguan la mañana?

Gesticula, mueve las manos frente a su cara, abre los brazos como queriendo apretujar a algún amor de su vida que regresa en sus sueños, saluda a los conductores de los autos, se empina el pomo medio vacío y luego a veces sonríe, con la dentadura ya requemada y ennegrecida, a nosotros y a la vida,  saluda, que pasamos, la vida y nosotros, sin ningún sentido para él, para el Johnatan.


Florentino Ortega
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