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La cobra (10 de mayo)

Estábamos de guardia en el Departamento de Cirugía del Hospital General del Estado, en Hermosillo cuando llegó un paciente lesionado. Llegamos a urgencias mi residente de tercer año y yo de R2. Como siempre, el médico de guardia nos puso al tanto de la situación con la consabida recitación que suele hacerse en éstos casos: masculino de veintiocho años, sin antecedentes de importancia, con al menos dos impactos de bala, en el abdomen y en el tórax, solo veo una salida, se mantiene inestable, frecuencia cardiaca de 120, TA de 80/40, frecuencia respiratoria de 36, diaforético, pálido, pulso apenas perceptible, pasando cristaloides, tomamos muestras sanguíneas, preoperatorios, tiene una canalización periférica, buscamos otra, pedimos catéter central y pleurevac.

Avisamos a quirófano, laparotomía exploradora en puerta, mientras poníamos el catéter central, colocamos nuestro sello de agua y rápidamente ya estaba el paciente en la sala de operaciones. Antes de que el anestesiólogo nos diera la señal de empezar, la cirujana se quedó viendo el abdomen que estaba adornado con un tatuaje espectacular: una cobra primorosa, esbelta, elegante, enrollada en la zona del ombligo, luego enhiesta por unos 12 centímetros con escamas plateadas que parecían reales, un cuello que se ensanchaba cerca del final del esternón en tonos dorados con azul cobalto; la cabeza en el tórax, tornasolada, viendo de frente con ojazos amarillentos, negra pupila romboidea, el hocico abierto y dos colmillos amenazadores que se movían cada vez que el paciente respiraba, ciertamente una obra de arte con colores brillantes, el trazo impecable, parecía hecha en tercera dimensión. Teníamos que incidir a lo largo de toda la cobra. –vamos a hacer una variación dijo- bien sabía que en casos de lesiones por proyectil de arma de fuego en el abdomen, la incisión -como dicen los cirujanos «de hueso a hueso», desde  el esternón hasta la sínfisis del pubis pero mi R3 era audaz y porfiada.

No abordó con incisión media supra e infraumblical como se aconseja, prefirió hacerla paramediana –para no cortar la artística cobra- de todos modos vamos a llegar –dijo. En efecto, cuando abrimos, el proyectil había roto el intestino delgado, había un sangrado profuso en el mesenterio, pinzamos, ligamos y todo se solucionó con una anastomosis intestinal –corte y unión del intestino-Cuando estábamos por terminar, el paciente se había estabilizado, ya se habían pasado dos unidades de sangre, la TA 100/70, frecuencia cardiaca 90, buen llenado capilar. El anestesiólogo nos guiñó el ojo mientras nos hacía una señal de “okey”.

Después sabríamos que Juan, nuestro paciente, era todo un pájaro de cuenta, no tenía más de seis meses salido de la cárcel por robo con violencia. En ésta nueva ocasión, el angelito había asaltado una farmacia a punta de pistola, cuando ya se retiraba con el botín, el dueño cansado de frecuentes robos por la zona, también estaba armado y apenas se dio vuelta nuestro malandro, antes de abrir la puerta, el farmacéutico sacó su pistola y le vació el cargador, solo dos le impactaron, uno en el tórax otro en el abdomen, un lado de la cobra.

Habría que ver a la madre, una viejita enjuta, pequeñita, pelo blanco, siempre cubierta con un rebozo verde, la ternura con la que atendía al hijo. La señora no se despegaba, día y noche, apenas dormitaba. En cuanto se quejaba Juanito, la madre saltaba y le preguntaba que tenía; lo llevaba al baño, lo ayudaba a levantarse, buscaba médicos y enfermeras si necesitaba algo. Nadie más lo fue a ver, solo la madre. Luego llamó la atención del personal el amor de la madre, médicos, enfermeras, trabajadoras sociales le llevaban café, algún bocado, ayudaban a la señora en lo que podían. Era la viva imagen de la abnegación. El hijo de mirada dura, arisca, poco hablaba y cuando hablaba, ordenaba. Estuvo quince días internado, se dio de alta directo de regreso al penal de la ciudad. La señora estuvo de pie, le dio su bendición, le abrió una mano y le depositó un rosario cuando una ambulancia lo trasladó a la cárcel.

Pasó un año, estábamos en el sótano del hospital. Ahí teníamos un equipo para revelar diapositivas, montarlas y ensayar las presentaciones –antes del power point- que hacíamos como parte de nuestras obligaciones académicas. Un lado estaba el laboratorio de patología y enseguida, el cuarto de descanso en que se depositan los cadáveres adonde los servicios funerarios acuden a recoger su carga.

Desde hacía un mes, la ciudad se estremecía con un penal en llamas, la sobrepoblación, las armas, la corrupción, las  diferencias entre bandos de reos había producido frecuentes y cruentos motines. Todos los días llegaban ambulancias a nuestro hospital de reos heridos con armas blancas, policontundidos o heridos por armas de fuego.

Estábamos en el sótano montando diapositivas cuando llegó un camillero que empujaba una camilla con un cadáver. -¿Qué traes?- alguien le preguntó –otro más del penal- respondió, luego apuntó –nunca había visto un tatuaje más bonito. Antes de verlo dijimos ¡la cobra!.

Cuando salimos, en la sala de espera de urgencias ahí estaba la anciana, sola, envuelta en su reboso verde, en espera de noticias.



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