Korima PLACE

Miguel Ángel Avilés Castro

Ignorancia es felicidad… (“¡Eres un pragmático!”)

Creo que fue Kant quien fue el que dijo que la ignorancia era felicidad.

Cuando y en qué contexto lo dijo no se los diré ahorita porque, francamente, lo ignoro.

Si esto es cierto, entonces un buen amigo que tengo fue muy feliz esa tarde sobre la cual ahorita les contaré, gracias a que ignoraba esa palabra que, en medio de un acalorado debate, le endilgó su compadre, pero de momento no supo la definición.

¡Lo que pasa que tú eres un pragmático! le dijo, con furia, mientras destapaba una cerveza y la vertía sobre la carne que estaba en el asador.

Mi amigo frunció el ceño y, como quien titubea una respuesta, se quedó pasmado.

Él prefirió dejar las cosas hasta ahí y se puso a pelar unos chiles tatemados que estaban en la mesa.

Al día siguiente que llegó al café, lo primero que hizo fue quitarse de la duda, haciendo patente su ignorancia:

“¿Que es pragmático?” “¿Qué es pragmático?” “¿Qué es pragmático?”fue preguntando de banco en banco a cada parroquiano, como a quien le urge descansar de algo.

Cuando alguien le explicó que “pragmático era una persona que “(…) …y demás” todos observamos que a nuestro amigo le había vuelto el alma al cuerpo. Se dejó caer, apesadumbrado y entonces nos contó lo que esa tarde de domingo estuvo a punto de suceder.

Los presentes habían ido de un tema a otro y cuando menos esperaron, aquello se volvió un diálogo de sordos. Lo que comenzó con el anuncio de que esa noche daba fin no sé qué telenovela, pasó al aviso de una boda y se les hacía extensiva la invitación a todos y luego abordaron el tema de lo que parecía ser cosa menor —las primeras noticias sobre el Covid— enseguida rivalizaron sobre los equipos de sus amores en el futbol, se brincaron al chisme de que la hija de una vecina había salido embarazada —que lo dejaron cuando llegó la vecina, cargando una soda de dos litros— renegaron sobre el incremento de la violencia y las recientes matazones en la ciudad, consensaron en poner una memoria de pura música de banda, intercambiaron dolencias propias de su edad que este, ese y el otro fulano train, sugirieron remedios, y, de pronto, alguien arremetió contra el Gobierno actual. Eso fue el punto de partida de una discusión donde nadie pedía cuartel ni tampoco reconocía el decir del otro.

Si en los temas que precedieron habían participado la mayoría, en este agarrón ideológico sólo tuvo cabida lo que vino a ser una carrera parejera entre estos dos compadres. Los exagerados agradecen a Dios que, para ese momento, ya había dejado de picar la verdura para la salsa porque, de lo contrario, el dominical guateque hubiera terminado como El Rosario de Amozoc.

La partida de voces empezó bien, con el intercambio de dos o tres ideas interesantes, una cita, y uno que otro argumento sólido. Pero al anfitrión se le acabó el escaso parque que traían en la cabeza y como suele pasar en estos casos —según me han dicho pues yo no lo sé de cierto— sacó la artillería de los adjetivos y las descalificaciones con tal de ablandar a su oponente — mi amigo— quien seguía ametrallándolo con múltiples ejemplos que, a su parecer, evidenciaban las tropelías en este sexenio.

— “Qué reaccionario eres” acusó su interlocutor y nuestro amigo ni en cuenta, él estaba de espaldas abriendo otra cerveza, dejándolo que dijera misa, antes de responderle y echarle en cara su orfandad de ideas.

Esas botellas de media, sin embargo, ya empezaban a surtir efectos y este, abstraído en su fanatismo —volvía a la carga con un nuevo epíteto: “eres un conservador, compadre” y el destinatario soltaba una risa breve, para enseguida restregarle otra aberración que se estaba cometiendo en tal o cual secretaría .

El hombre ya estaba contra las cuerdas pero no se daba por vencido: “oportunista”, “traidor”, “neoliberal”, “mafiosillo”, “porfirista” y otra ristra más de calificativos soltó a quemarropa, justo cuando ya empezaba a oscurecer y un perro seguía a una de las invitadas —la mamá de las muchacha embarazada— para que le diera los blancos huesos de unas costillas y empezarlas a roer.

El receptor lo dejó ser, se cruzó de brazos y tan sólo lo miró para no alterar esas horas de armonía que habían pasado desde el mediodía.

Pero en eso escuchó lo que vino a poner en riesgo todo: “¡Lo que pasa que tú eres un pragmático!”

— ¿Qué qué?

— “¡Que eres un pragmático!!!“

Mi amigo escuchó al compadre y, parándose con lentitud, exhaló como tragándose una réplica; frunció el ceño y como quien titubea una respuesta, se quedó pasmado. Sin embargo, prefirió dejar las cosas hasta ahí y se puso a pelar unos chiles tatemados que estaban en la mesa.

Había quedado ileso cuando escuchó que lo llamaba “oportunista”, “traidor”, “neoliberal”, “mafiosillo”, “porfirista” y otra ristra más de calificativos soltó a quemarropa. En personas como él, eran lugares ya comunes y, al menos genéricamente, conocía el significado de esas palabras.

Pero nunca de los nuncas había escuchado eso de “pragmático” y no era ahí —el campo de batalla menos indicado— donde confesaría su ignorancia. No, señor. En el contexto en que se le dijo así, concluyó que, lo más seguro, es que su compadre, lleno de irá al perder de calle la discusión, estaba echando mano de su diccionario de cañería y, dando patadas de ahogado, lo señalaba como un bastardo, un psicópata, un aficionado a la zoofilia, un desequilibrado mental, un impotente, un mojón, un depredador sexual, un incompetente, un lerdo, un cretino, un fracasado, sátrapa o un miserable.

Todavía al irse, su compadre, en plan más necio, le talló junto al oído esa palabrota: “eres un pragmático”

Apretó los dientes, respiró hondo y anteponiendo, por sobre todas las cosas, los ratos felices más la felicidad misma que había vivido durante el tiempo que tenia de conocer a esta familia, distendió las manos ya empuñadas y dio unos pasos hacia la hielera para tomar la caminera.

Para qué querer averiguar a esas horas. Qué tal si al compadre ahora sí se le había pasado la mano con sus improperios y le estaba pasando por encima a todo tipo de respeto.

Por eso se le iluminó su cara al día siguiente cuando alguien le aclaró qué carajos quería decir “pragmático” y supo así que, el guardar la calma, había sido lo más correcto.

Además, actualizó la máxima de aquel filósofo: “la ignorancia es felicidad”. Y de paso, como a mi amigo, no te quita lo bailado.

Moraleja: hay que ignorar, a veces. Pero nomás no abusen.


Miguel Ángel Avilés Castro
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