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Hematometracolpos

Finales de los sesentas, eran tiempos en que no había ultrasonido, ni pruebas de embarazo en orina, en cambio, la exploración clínica, el interrogatorio, eran los principales instrumentos de diagnóstico, además de lo que llamaban -y nadie sabía lo que quería decir- «un alto nivel de sospecha», la experiencia, el instinto eran factores fundamentales, aunque subjetivos, eran útiles para llegar a diagnósticos difíciles. Hoy en día, las imágenes de ultrasonidos, tomografías, resonancias, marcadores químicos develan una serie de padecimientos, que en aquellos tiempos, solo se resolvían con exploraciones quirúrgicas con base en suposiciones.

A la jovencita -a punto de cumplir los quince años- le crecía el vientre paulatinamente sin mayores explicaciones, los padres, obviamente, pensaron en embarazo y en consecuencia, ambos interrogaron a la niña que siempre negó las relaciones sexuales, igual al novio, se le acorraló, se le señaló pero no soltó prenda, los dos amachados en la negación. Con los padres encabronados, las familias encontradas, los muchachos señalados, la vergüenza familiar, las honras destrozadas, en esas condiciones acudieron al hospital, el Dr. Vallarino fue el ginecólogo asignado. Tanto a la exploración como al interrogatorio, todo parecía suponer que la chica estaba embarazada: crecimiento paulatino del vientre, ausencia de menstruación, los marcadores hormonales como las actuales –y comerciales- pruebas de embarazo no existían, pero no había movimientos ni ruidos fetales. Si había que creer los dichos de la paciente, el crecimiento se debía, seguramente a un tumor, un quiste, quizás. Había que explorar quirúrgicamente.

En breve se programó la operación. Incidieron la piel, avanzaron por planos hasta llegar a la cavidad abdominal que pronto enseñó una matriz aumentada de tamaño, ocupada, pero no por un ser vivo, no había movimientos, ni ruidos cardiacos -¿Qué será?- hay que abrir la matriz. Apenas se incide el fondo de la matriz y escapa un gel, un plasma oscuro como el chapopote, hacen una abertura más grande y escapa gran cantidad del mismo material que no era otra cosa que coágulos antiguos. Esa niña había reglado quizás desde hacía tres años, el sangrado se acumuló en la matriz. Era un caso de himen imperforado, padecimiento al que los ginecólogos le han asignado la imposible palabra de hematometracolpos.

El asunto se solucionó, además de drenar los coágulos en la matriz, con una pequeña perforación en el himen por donde salió el resto de la sangre coagulada antigua que había quedado remanente en el conducto vaginal. Un alto nivel de sospecha, un interrogatorio completo habría evitado la operación y se habría solucionado de una manera sencilla el problema. Pero hasta al mejor cazador, dicen, se le escapa la liebre.

Ya después, distendidos, cuando es tiempo de las reminiscencias, de la plática sabrosa acerca de las experiencias vividas en el trabajo profesional, a la hora de la anécdota, algunos empezaron a imaginar situaciones como ésta: supongamos que la pareja va al cine, que se apartan hacia lo oscurito, que inician las maniobras de caricias y tentaciones, que suben de temperatura los arrumacos, que la mano baja hacia el sur palpando regiones atrevidas con aviesas intenciones, que la niña aprieta los muslos, que la mano insiste, que el cerebro se confunde, que el deseo se interpone entre las recomendaciones maternas y los deseos mundanos, que los muslos se aflojan, que dan permiso, que los suspiros son profundos, que se pierde el control, que la mano se atreve, que el elástico cede, que el dedo busca, que encuentra, que penetra y ¡oh sorpresa! Sale una cantidad impresionante de un material oscuro que en el cine, en la oscuridad no pueden ver, que la niña mojada, manchada de su ropa cree que está herida, que el novio no haya que hacer, que salen a la luz del lobby, que el material sigue saliendo, que llaman una ambulancia, que la llevan al hospital, que los padres acuden, que escuchan la explicación médica, que imprecan a los tórtolos y se viene el jaleo familiar.

O imaginen, decía otro, haciendo el amor en un vehículo, en una cama, ambos debutantes en las artes amatorias, con el temor, la ansiedad, la aprensión que provocan los eventos prohibidos –estamos hablando de los sesentas- que una vez desnudos y dispuestos a consumar su amor, al momento de que el pene separa los tejidos vaginales, perfora el himen y en lugar de cantar gloria al supremo, se viene encima una avalancha de una sustancia oscura, negra como la noche, que embarra el pene, los calzones, las sábanas, el asiento, que ninguno de los dos sabe que sucede.

Historias de terror, solo porque los médicos no tuvieron a mano el ultrasonido, pruebas de embarazo y un alto nivel de sospecha.



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