Ella se fue ese día; pero en realidad hacía mucho tiempo que se había marchado. Nadie en casa notó su ausencia, ni siquiera su esposo para quien los días no eran otra cosa que limpios casilleros de aquel enorme armario que es la vida, perfectamente ordenados y acomodados con paciencia infinita.
Ella se fue, tal vez en pedacitos, tal vez en partes se fue yendo. Primero el corazón, los sentimientos, luego el alma, el espíritu; y conforme se iba, sin embargo, redoblaba su presencia con el cuerpo, afinaba a la perfección las rutinas establecidas como reglas, anticipaba cualquier error involuntario en aquel perfecto engranaje de minutos, de horas y de días y hacía las correcciones necesarias de manera callada e imperceptible.
Cuando ya nada quedaba de ella en esa casa, su cuerpo se levantaba a primera hora y ponía el café, corría las cortinas, apagaba las luces, planchaba los vestidos y las ropas, hacia el desayuno y arreglaba a los hijos, ponía el almuerzo en las loncheras y daba el beso y el adiós, y aún más, todavía aguardaba un largo rato ante la puerta. Luego, ya nada había. Nada… Cuando también se fue del cuerpo todos lloraron los espacios vacíos, no su ausencia; lloraban porque el agua hervía hasta agotarse, porque aún alto el sol, las cortinas permanecían cerradas, porque las hojas de los árboles cubrían descuidadas las aceras, porque nadie sacaba los periquitos del amor que seguían cubiertos y dormidos en un letargo inacabable.
Todos lloraron los huecos que dejaba la falta de su cuerpo, los silencios que crecieron cuando ya no se escucharon los ruidos de ese cuerpo que faltó para siempre. Lloraron porque los olores de las calles entraron atrevidos al ya no encontrar la resistencia que interponían los olores de aquel cuerpo sin alma.
Todos lloraron la huída, no el desamor; y la casa se derrumbó en un caos infinito de reglas quebradizas, de silencios oscuros, de ruidos tropezándose a cualquier hora de las tardes cenizas, de minutos que llegaban a morirse sin que nadie les organizara un buen sepelio. El desorden creció como la mala hierba, hasta que aquella casa sucumbió sobre sí misma, tragándose todo cuanto tenía adentro. Y todo porque ese día maldito, ella quiso largarse para siempre; muchos días después, muchos meses y muchos años después de haberse ido sin que nadie se hubiese dado cuenta…
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