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Rumbero - Emilio Arce Castri

«Rumbero»

Del libro «El Corral Viejo», de Emilio Arce
 
A mediados de los setenta, José García Alvarado, músico originario del Puerto de Veracruz, era el pianista, trompetista arreglista y director del grupo de Alegres Filarmónicos que en esos años amenizaban las veladas obviamente que nocturnas, tres veces por semana, del centro de variedades y chicas malas (que estaban re buenas) por excelencia de la zona roja de La Paz, El Ranchito Night Club, en sustitución de la orquesta de Don Pepe Casillas, cuando éstos descansaban esos tres días.
 
Cuando me incorporé al grupo como baterista, al principio nada más era en calidad de mientras, ya que el baterista oficial, “El Toluco”, había tenido que dejar la ciudad de manera repentina y luego luego buscaron un sustituto de emergencia que medio leyera algunas notas de la clave de fa, y pues yo reunía el perfil, ya que desde muy chamaco me habían inscrito en el INBA, en percusiones, y en esas fechas ya sabía leer por nota todo lo que fuera timbales, congas, tumbas y bongos, y acepté el empleo, aparte de por gusto profesional de tocar con un buen grupo, por la necesidad de hacerme de algunas monedas. Yo tendría algo así como diecisiete años de edad, acababa de llegar del rancho de mi abuela de una especie de auto exilio forzado, y no estaba haciendo nada de provecho. Hacía rato que había terminado la Secundaria Técnica Industrial y comercial No. 27, algunos cursos de Artes Visuales, y a decir verdad, no había sido de los alumnos más aplicados y estudiosos, que digamos, pero tampoco había sido un alumno mediocre. Y, bueno, esos días de mi contratación como músico ya me estaba haciendo experto (de oídas) en The Beatles, Santana, Led Zeppelín, The Rolling Stones, The Door, Deep Purple, y ya de plano, para no desentonar con la palomilla del barrio, Los Freddys y los Moon Light.
 
Esos eran algunos de los grupos de mi predilección. Pero la banda del profesor García era otro rollo. La orquesta del profesor José tocaba de lujo cuanto mambo se le ponía en frente, y no se digan los swims, los fox trots, las sambas, las cumbias, los tangos, los boleros, los danzones y alguno que otro jazz. La orquesta estaba ya bastante bien integrada, compuesta por un piano y órgano con los que se alternaba José García que también tocaba una de las dos trompetas, un saxofón, un clarinete, guitarra eléctrica, bajo y, desde luego, la batería, la cual yo me encargaría hacer sonar. Sobre el piano del profesor José García, descansaba una trompeta bocabajo en espera de su turno de actuación, y una cerveza pacífico bien helada, para ahuyentarse los malos espíritus, amén de los bochornos del calor nocturno.
 
Me integré a la banda, y sin quererlo, di un paso adelante en la evolución musical personal y en alguna que otra vivencia existencial entre el humo de los cigarros y el chocar de las copas de los parroquianos. Cuando acordé ya tenía un cigarro en la boca, ya intentaba tomarme alguna cerveza en los descansos, y el acné de mi cara empezó a desaparecer. Para esas fechas, dominaba con alguna maestría los ritmos que en un principio me habían parecido arcaicos, pero que poco a poco se fueron haciendo mis favoritos. La música que en ese entonces interpretaba con mas feeling y que se quedó por siempre en mi memoria fueron aquellos clásicos bossa nova cuyas melodías todavía toman por asalto mis pensamientos, y de vez en cuando, me hacen tararearlas nota a nota. Lo reconozco.
 
Por el lado económico, entonces no nos iba tan peor; Si mal no recuerdo, aparte del sueldo que teníamos, también nos repartíamos el quirry, o sea las propinas y el cobro por pieza que a petición especial de las damas les interpretábamos para que bailasen a gusto, o lloraran a moco tendido, como solían hacerlo cuando estaban ya muy entradas en copas. Eso sí, era muy buena onda el pirujerío; se ponían de acuerdo entre ellas para hacer que los galanes nos pagaran por una misma melodía el doble o el triple. Tenían un talento especial y un poder de convencimiento bellamente excepcional.
 
En una ocasión una de aquellas hermosas mujeres aceptó por una leve luz posar desnuda para el Miki y para mí, que en ese tiempo hacíamos pinturas al óleo. Era una ocasión especial, ya que no era lo mismo pintar de memoria un cuerpo femenino o copiarlo de Play Boy, que de la observación directa de un desnudo, sobre todo artístico, así es que empezamos la sesión pictórica. El estudio –un vetusto cuarto con un hueco grandísimo en el techo, a manera de tragaluz- estaba por la calle Márquez y Altamirano, detrás de la lavandería de los Rolland, en el patio de una casa propiedad de doña Cuquita Rolland, tía del Miki. Cuando mas entrados estábamos trazando y pintando, entró doña Cuquita al estudio y sorprendió en traje de Eva a nuestra modelo con su pedacito de cuero de oso (bastante velludito el oso) en lugar de la clásica hojita de parra; Cuquita soltó el grito de ¡Vieja cochi! y nos la corrió a escobazos, ante nuestro claro y evidente disgusto. ¡pos cómo no, si habíamos pagado por adelantado! En otra ocasión tocábamos a trío el Miki Rolland en el bajo, el profe en el piano y yo en la pila, en una bohemiada del club «Profesionistas y técnicos» en el Club activo 20-30″, frente al estadio C. Nahl, y yo estaba tocando a toda madre, echándome mi chela y hasta haciendo malabares con las baquetas, cuando el pinchi Chorizo Tony Ortega Salgado me agarró de las axilas y me aventó como fardo hacia un lado, se sentó en mi banco, agarró mis baquetas y se puso a tocar con mi batería,(como si fuera tan bueno para eso el güey), -«quítate, morro» me dijo- y no, pos yo me encabroné y le pegué con una pacifiquito en la chompeta, en la pura frente y lo mareé. Quedó apendejadón un rato el Chory Fly.
 
Su compa el Güero Ortega Romero se encabronó y me quiso descontar, pero mi amigo de infancia y vecino el Marcos Abente le detuvo la mano y le pegó un chingazo en las costillas al Güero y la batalla campal no se hizo esperar. Toda la pinchi bola de barberos se sintieron héroes y sacaron sus ganas de madrearse. El profe Enrique Nava Moreno, El Yity Nava, que bailaba de cachetito con el Mostachón José Pérez Gutiérrez arriba de una mesa envuelto en un mantel con un sartén en la cabeza, a manera de cachucha, se bajó en chinga a tratar de contener la trifulca que ya estaba en la etapa de quebrar los vidrios del local a patadas y a sillazos, casi nos corrió; nos dijo que juntáramos los aparatos y peláramos gallo, que al cabo ya nos había pagado y todavía nos dio otra firulilla para que no le dijéramos a nadie (ya mero no iba a mitotear, dijo La Chuy Rolland, otra tía del Miki), y nosotros, el Miki y yo, siguiendo el mesiánico ejemplo del profe José García, salimos con unas cuantas cajas de Whisky y los aparatos a salvo, esquivando los putazos que ya estaban a la orden del día y se veían varios «profesionistas y técnicos» con la bomba de los mocos medio descompuesta y salimos juidos de lo que quedaba del local, y para acabarla de chingar se nos acabó la gasolina a eso de las tres de la mañana como a veinte cuadras de la casa del profe, y entre tragos de whisky puro y empujones del carro caminamos como las veinte cuadras puchando una camioneta más parecida a una garrapata que a un vehículo, maldiciendo a todos los pinchis políticos que estaban en la reunión por aguafiestas, los güeyes.
 
Cuando la patada va al culo, ni aunque lo frunzas, pensaba yo al recordar todo ese putamadral de descontoneros juntos en un solo lugar. Ninguno se cantaba el tiro. Puro puta descontón. Todavía se acuerda el profe y suelta la risa el viejito cabrón (Todavía dice el simple que yo empecé todo el desmadre).
 
No todo era miel sobre hojuelas, ya que el profe tenía sus propias reglas de pago y disciplina. Por ejemplo si a alguno de nosotros se le pasaban las copas, no había sueldo, ni mucho menos tocaba de la repartición del quirry. El mas amolado (hasta la fecha, porque creo que le hacen lo mismo los Freddy y sus Atlánticos), era el Miky Rolland, que tocaba el bajo con nosotros, ya que casi siempre se la pasaba tomando y fumando, y cuando terminábamos de tocar lo teníamos que ir a dejar a la camioneta en calidad de bulto.
 
Una ocasión que lo llevábamos botado (el profe lo llevaba asido por los sobacos y yo lo llevaba agarrado de las patas), el pinchi Miky le güacareó las manos al profe. Éste se encabronó lo soltó casi desnucándolo y le descontó dos o tres días de sueldo, no recuerdo bien. A veces, cuando me encuentro al profesor tecleando su pianola en el restaurant Zarape, donde toca algunas mañanas, le pregunto que si desde cuando que no le güacarean la diestra. El viejo nomás se acuerda y se ríe.
 
Otra cosa era que las reglas nunca fueron aplicables a él. Pero ya en lo general, fue una gran experiencia haber tenido esa formación musical de manera tan profesional y directa. Sobre todo que eran unas auténticas veladas de ritmos muy alegres. Recuerdo que cuando estábamos tocando alguna pieza ya fuera de cumbia, de Bossa o de Jazz, yo le gritaba al profesor García a manera de señal para que le entrara con la trompetiux: ¡sóplele, profe!, y el profe, lurio, con una mano regordeta le picaba las llaves o botoncitos a la trompeta al tiempo que le soplaba, y con la otra mano daba los acordes en el piano con un entusiasmo y una alegría güapachera y contagiosa, como saben hacerlo los bohemios jarochos.
 
Hasta el Rolland, introvertido por excelencia, se contagiaba y le tundía parejo al tololoche eléctrico, peor de lurio que el Pipiola, y no se diga Felipe Enciso, el del sax, o el güero Susarrey y el «Mono de Chicle» tocando la guitarra eléctrica con los dientes, o Don Julio en la otra trompeta, o yo en la batería, tocando como si el mundo no existiera, y ciertamente, frente a esos tambores, realmente no existían los males ni los bienes, solo el tiempo y su compás, solo notas, armonías, ritmos y remates que yo me encargaba de marcar con la tarola, platillos, bombo y contratiempo nunca desacompasado según yo, sincopado sí a veces, jugando al mismo tiempo alguna que otra broma, como aquella, cuando a media canción el profe tenía la pacífico en la boca a punto de tragarse un buche de cerveza y le grité: ¡sóplele, profe!, y éste sopló con furor, bañando de espuma su queridísimo piano ante un Milo que, quebrado por la risa, festejó su ocurrencia con un solo de batería digno del Polo Montoya en sus mejores tiempos, en honor al talento del pianista veracruzano José García Alvarado, a quien desde esta humilde página homenajeamos y le brindamos: ¡Salud, profe!
 


Emilio Arce Castro
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Del libro «El Corral Viejo», de Emilio Arce
 
A mediados de los setenta, José García Alvarado, músico originario del Puerto de Veracruz, era el pianista, trompetista arreglista y director del grupo de Alegres Filarmónicos que en esos años amenizaban las veladas obviamente que nocturnas, tres veces por semana, del centro de variedades y chicas malas (que estaban re buenas) por excelencia de la zona roja de La Paz, El Ranchito Night Club, en sustitución de la orquesta de Don Pepe Casillas, cuando éstos descansaban esos tres días.
 
Cuando me incorporé al grupo como baterista, al principio nada más era en calidad de mientras, ya que el baterista oficial, “El Toluco”, había tenido que dejar la ciudad de manera repentina y luego luego buscaron un sustituto de emergencia que medio leyera algunas notas de la clave de fa, y pues yo reunía el perfil, ya que desde muy chamaco me habían inscrito en el INBA, en percusiones, y en esas fechas ya sabía leer por nota todo lo que fuera timbales, congas, tumbas y bongos, y acepté el empleo, aparte de por gusto profesional de tocar con un buen grupo, por la necesidad de hacerme de algunas monedas. Yo tendría algo así como diecisiete años de edad, acababa de llegar del rancho de mi abuela de una especie de auto exilio forzado, y no estaba haciendo nada de provecho. Hacía rato que había terminado la Secundaria Técnica Industrial y comercial No. 27, algunos cursos de Artes Visuales, y a decir verdad, no había sido de los alumnos más aplicados y estudiosos, que digamos, pero tampoco había sido un alumno mediocre. Y, bueno, esos días de mi contratación como músico ya me estaba haciendo experto (de oídas) en The Beatles, Santana, Led Zeppelín, The Rolling Stones, The Door, Deep Purple, y ya de plano, para no desentonar con la palomilla del barrio, Los Freddys y los Moon Light.
 
Esos eran algunos de los grupos de mi predilección. Pero la banda del profesor García era otro rollo. La orquesta del profesor José tocaba de lujo cuanto mambo se le ponía en frente, y no se digan los swims, los fox trots, las sambas, las cumbias, los tangos, los boleros, los danzones y alguno que otro jazz. La orquesta estaba ya bastante bien integrada, compuesta por un piano y órgano con los que se alternaba José García que también tocaba una de las dos trompetas, un saxofón, un clarinete, guitarra eléctrica, bajo y, desde luego, la batería, la cual yo me encargaría hacer sonar. Sobre el piano del profesor José García, descansaba una trompeta bocabajo en espera de su turno de actuación, y una cerveza pacífico bien helada, para ahuyentarse los malos espíritus, amén de los bochornos del calor nocturno.
 
Me integré a la banda, y sin quererlo, di un paso adelante en la evolución musical personal y en alguna que otra vivencia existencial entre el humo de los cigarros y el chocar de las copas de los parroquianos. Cuando acordé ya tenía un cigarro en la boca, ya intentaba tomarme alguna cerveza en los descansos, y el acné de mi cara empezó a desaparecer. Para esas fechas, dominaba con alguna maestría los ritmos que en un principio me habían parecido arcaicos, pero que poco a poco se fueron haciendo mis favoritos. La música que en ese entonces interpretaba con mas feeling y que se quedó por siempre en mi memoria fueron aquellos clásicos bossa nova cuyas melodías todavía toman por asalto mis pensamientos, y de vez en cuando, me hacen tararearlas nota a nota. Lo reconozco.
 
Por el lado económico, entonces no nos iba tan peor; Si mal no recuerdo, aparte del sueldo que teníamos, también nos repartíamos el quirry, o sea las propinas y el cobro por pieza que a petición especial de las damas les interpretábamos para que bailasen a gusto, o lloraran a moco tendido, como solían hacerlo cuando estaban ya muy entradas en copas. Eso sí, era muy buena onda el pirujerío; se ponían de acuerdo entre ellas para hacer que los galanes nos pagaran por una misma melodía el doble o el triple. Tenían un talento especial y un poder de convencimiento bellamente excepcional.
 
En una ocasión una de aquellas hermosas mujeres aceptó por una leve luz posar desnuda para el Miki y para mí, que en ese tiempo hacíamos pinturas al óleo. Era una ocasión especial, ya que no era lo mismo pintar de memoria un cuerpo femenino o copiarlo de Play Boy, que de la observación directa de un desnudo, sobre todo artístico, así es que empezamos la sesión pictórica. El estudio –un vetusto cuarto con un hueco grandísimo en el techo, a manera de tragaluz- estaba por la calle Márquez y Altamirano, detrás de la lavandería de los Rolland, en el patio de una casa propiedad de doña Cuquita Rolland, tía del Miki. Cuando mas entrados estábamos trazando y pintando, entró doña Cuquita al estudio y sorprendió en traje de Eva a nuestra modelo con su pedacito de cuero de oso (bastante velludito el oso) en lugar de la clásica hojita de parra; Cuquita soltó el grito de ¡Vieja cochi! y nos la corrió a escobazos, ante nuestro claro y evidente disgusto. ¡pos cómo no, si habíamos pagado por adelantado! En otra ocasión tocábamos a trío el Miki Rolland en el bajo, el profe en el piano y yo en la pila, en una bohemiada del club «Profesionistas y técnicos» en el Club activo 20-30″, frente al estadio C. Nahl, y yo estaba tocando a toda madre, echándome mi chela y hasta haciendo malabares con las baquetas, cuando el pinchi Chorizo Tony Ortega Salgado me agarró de las axilas y me aventó como fardo hacia un lado, se sentó en mi banco, agarró mis baquetas y se puso a tocar con mi batería,(como si fuera tan bueno para eso el güey), -«quítate, morro» me dijo- y no, pos yo me encabroné y le pegué con una pacifiquito en la chompeta, en la pura frente y lo mareé. Quedó apendejadón un rato el Chory Fly.
 
Su compa el Güero Ortega Romero se encabronó y me quiso descontar, pero mi amigo de infancia y vecino el Marcos Abente le detuvo la mano y le pegó un chingazo en las costillas al Güero y la batalla campal no se hizo esperar. Toda la pinchi bola de barberos se sintieron héroes y sacaron sus ganas de madrearse. El profe Enrique Nava Moreno, El Yity Nava, que bailaba de cachetito con el Mostachón José Pérez Gutiérrez arriba de una mesa envuelto en un mantel con un sartén en la cabeza, a manera de cachucha, se bajó en chinga a tratar de contener la trifulca que ya estaba en la etapa de quebrar los vidrios del local a patadas y a sillazos, casi nos corrió; nos dijo que juntáramos los aparatos y peláramos gallo, que al cabo ya nos había pagado y todavía nos dio otra firulilla para que no le dijéramos a nadie (ya mero no iba a mitotear, dijo La Chuy Rolland, otra tía del Miki), y nosotros, el Miki y yo, siguiendo el mesiánico ejemplo del profe José García, salimos con unas cuantas cajas de Whisky y los aparatos a salvo, esquivando los putazos que ya estaban a la orden del día y se veían varios «profesionistas y técnicos» con la bomba de los mocos medio descompuesta y salimos juidos de lo que quedaba del local, y para acabarla de chingar se nos acabó la gasolina a eso de las tres de la mañana como a veinte cuadras de la casa del profe, y entre tragos de whisky puro y empujones del carro caminamos como las veinte cuadras puchando una camioneta más parecida a una garrapata que a un vehículo, maldiciendo a todos los pinchis políticos que estaban en la reunión por aguafiestas, los güeyes.
 
Cuando la patada va al culo, ni aunque lo frunzas, pensaba yo al recordar todo ese putamadral de descontoneros juntos en un solo lugar. Ninguno se cantaba el tiro. Puro puta descontón. Todavía se acuerda el profe y suelta la risa el viejito cabrón (Todavía dice el simple que yo empecé todo el desmadre).
 
No todo era miel sobre hojuelas, ya que el profe tenía sus propias reglas de pago y disciplina. Por ejemplo si a alguno de nosotros se le pasaban las copas, no había sueldo, ni mucho menos tocaba de la repartición del quirry. El mas amolado (hasta la fecha, porque creo que le hacen lo mismo los Freddy y sus Atlánticos), era el Miky Rolland, que tocaba el bajo con nosotros, ya que casi siempre se la pasaba tomando y fumando, y cuando terminábamos de tocar lo teníamos que ir a dejar a la camioneta en calidad de bulto.
 
Una ocasión que lo llevábamos botado (el profe lo llevaba asido por los sobacos y yo lo llevaba agarrado de las patas), el pinchi Miky le güacareó las manos al profe. Éste se encabronó lo soltó casi desnucándolo y le descontó dos o tres días de sueldo, no recuerdo bien. A veces, cuando me encuentro al profesor tecleando su pianola en el restaurant Zarape, donde toca algunas mañanas, le pregunto que si desde cuando que no le güacarean la diestra. El viejo nomás se acuerda y se ríe.
 
Otra cosa era que las reglas nunca fueron aplicables a él. Pero ya en lo general, fue una gran experiencia haber tenido esa formación musical de manera tan profesional y directa. Sobre todo que eran unas auténticas veladas de ritmos muy alegres. Recuerdo que cuando estábamos tocando alguna pieza ya fuera de cumbia, de Bossa o de Jazz, yo le gritaba al profesor García a manera de señal para que le entrara con la trompetiux: ¡sóplele, profe!, y el profe, lurio, con una mano regordeta le picaba las llaves o botoncitos a la trompeta al tiempo que le soplaba, y con la otra mano daba los acordes en el piano con un entusiasmo y una alegría güapachera y contagiosa, como saben hacerlo los bohemios jarochos.
 
Hasta el Rolland, introvertido por excelencia, se contagiaba y le tundía parejo al tololoche eléctrico, peor de lurio que el Pipiola, y no se diga Felipe Enciso, el del sax, o el güero Susarrey y el «Mono de Chicle» tocando la guitarra eléctrica con los dientes, o Don Julio en la otra trompeta, o yo en la batería, tocando como si el mundo no existiera, y ciertamente, frente a esos tambores, realmente no existían los males ni los bienes, solo el tiempo y su compás, solo notas, armonías, ritmos y remates que yo me encargaba de marcar con la tarola, platillos, bombo y contratiempo nunca desacompasado según yo, sincopado sí a veces, jugando al mismo tiempo alguna que otra broma, como aquella, cuando a media canción el profe tenía la pacífico en la boca a punto de tragarse un buche de cerveza y le grité: ¡sóplele, profe!, y éste sopló con furor, bañando de espuma su queridísimo piano ante un Milo que, quebrado por la risa, festejó su ocurrencia con un solo de batería digno del Polo Montoya en sus mejores tiempos, en honor al talento del pianista veracruzano José García Alvarado, a quien desde esta humilde página homenajeamos y le brindamos: ¡Salud, profe!
 


Emilio Arce Castro
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