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Puntiagudo - Emilio Arce Castro

Puntiagudo

«Puntiagudo»
Del libro «El Corral Viejo» de Emilio Arce.

En días pasados, estando en casa de mi mamá, le comenté de una inquietud que traía desde hace varias semanas y que era saber acerca de mi tío Raúl, que vive en Guaymas, Sonora y a quien no veíamos desde hace ya varios años. Coincidimos en la inquietud y después de batallar un poco para localizar el número telefónico, ya que la agendita negra de mi mamá está un poco saturada y el orden alfabético brilla por su ausencia, amén de las nuevas claves Lada y todo ese embrollo de la moderna telefonía que hace que la gente se aflojere para eso de las comunicadas, etcétera, marqué para Guaymas y me contestó mi prima Manuela, a quién le noté la voz cansada y triste. Después del clásico saludo y rituales anexos, le pedí me comunicara con mi tío Raúl. Con la voz enronquecida me informó que mi tío había fallecido unos meses antes.

He de decir que la noticia me consternó bastante, mas no me sorprendió porque como si ya lo presintiera, aparte que la edad de mi tío rebasaba con mucho los ochenta o noventa y tantos años. Su esposa, mi tía Esther, le comentó un rato después a mi mamá que mi tío había muerto, por decirlo así, feliz. No sufrió ni padeció, ni siquiera se encamó. Un cáncer silencioso e indoloro se le incrustó en el estómago y le fue robando la vida de manera sigilosa. Mi tío nunca se enteró de su enfermedad; su familia tuvo la gran discreción de no decírselo para no angustiarlo. Murió, según dice mi tía, con su eterna sonrisa dibujada en su rostro.

La última vez que lo vi fue en el muelle de petróleos, en Punta Prieta, hace ya varios lustros. Mi tío Raúl era el contramaestre del barco petrolero “Tehuacán”, que surtía de combustóleo a la termoeléctrica donde yo trabajaba. Recuerdo claramente ese encuentro; el viejo estaba acostado en una hamaca que estaba atada a babor del barco, sobre la cubierta entre un par de vigas de acero. Estaba como siempre con su pipa apagada en la boca, ya que era fumador el vetusto, y en ese barco, como en todos los barcos que transportan algún tipo de combustible, estaba prohibido fumar, a no ser, desde luego, que lo hagan en el área de seguridad correspondiente, que es una incómoda sala bastante reducida. -Ahí hasta se te quitan las ganas de echar humo- me decía mi tío- no es la misma que fumar aquí afuerita, contemplando la costa y los faros. Al menos, me hago la ilusión de que estoy fumando- Tenía vendado el torso esa vez, porque días antes se había resbalado, cayendo sobre unos escalones metálicos y se fracturó una costilla, así es que no estaba muy a gusto el viejo, pero eso sí, siempre lo recuerdo con la sonrisa pegada en los labios y la palabra pronta, ingeniosa y llena de chispa saliendo de su boca como exhalación.

Esa ocasión también la tripulación estaba un poco sentida con él porque conectó el único televisor de a bordo, que era de ciento veinte voltios, en un toma corriente de doscientos veinte así es que le pegó en su máuser a la tele. –Estos pinchis marineritos noveleros ya me tenían enfadados con sus telenovelas lloronas, los güevones, sobrino, así es que de adrede lo hice, pero no se lo digas a nadie- me dijo en voz baja. –Además ya se estaba descubriendo toda la trama en la novela. –se rió- ¡Púm, nomás hizo la cabrona y echó un chisperío! –exclamó, y nos dio mal de risa, a pesar de que la risa le provocaba un serio dolor en las costillas.

Desde que entré a trabajar a la termo, cada vez que veía atracado en el muelle el barco donde trabajaba mi tío, me daba un tremendo gusto, y me las arreglaba para lavarle el coco al ingeniero Enrique Cebrián Orrante para que me diera permiso, o de plano me escapaba de la planta para ir a saludarlo. Si la carga de trabajo de él no era muy pesada, regresaba por la tarde con algo, aunque fuera pan de dulce, para acompañarlo con un cafecito platicando largo y tendido en la borda. A veces lo acompañaba su hijo Felipe, el Cachas, que era su fiel compañero y chalán. Buena onda mi primo. Me gustaba mucho escuchar la versión de mi tío Raúl de esa historia de cómo siendo él un ranchero de cepa, serrano, se hizo marinero. Como decía Serrat: dejó los montes y se vino al mar.

Resulta que la familia de mi madre, por parte de mi abuelo, es de una tradición musical ya legendaria. Mi abuelo mismo construía los instrumentos y junto con mi tío Raúl, Luis, Javier y René Castro (Raúl era de apellido Abaroa, medio hermano de mi madre), amenizaban toda reunión fiesta o baile que se celebrara en esa zona de la giganta que abarca desde San Javier, Tembabichi (donde nació mi mamá), Los Dolores, San Luis Gonzaga, el Crucero, etc. La familia tenía su asentamiento en el Rancho El Sauzal, en el mero caballete de la sierra. Mi tío Raúl, era el mejor de los guitarristas de la familia y un buen violinista. Mi tío Luis es todavía el que toca más alegre, y el romántico de ellos es mi tío Javier. Mi tío René toca excelentemente, pero canta muy bajito, y toca como para él solo.

Una ocasión, hace mucho más de medio siglo, estando ellos en el Sauzal, a mi abuela se le estaba acabando el café y la tienda más cercana estaba en Los Dolores, que en ese entonces era una próspera hacienda enclavada en la costa serrana del Golfo, por el Mar de Cortez, distante a unas cuantas horas, pocas, a pié, desde el Sauzal. Mi nana Luisa Escopinichi, matrona medio italiana de tez afilada y nariz aguileña, era muy enérgica de carácter y sabía hacerse obedecer, sobre todo cuando hacía tronar al aire su inseparable -y terrorífico para las gallinas- chirrión de siete cueros, así es que de nada le valieron las excusas a mi tío Raúl, alias “El Puntiagudo”. Vas y te regresas, pero ya. Y ni modo, a cruzar el pedazo de sierra, hacia abajo, hacia la playa a hacer la encomienda. O sea, que según él, le tocó perder. Mientras caminaba por aquellas soledades rumbo a la costa, su ánimo se fue expandiendo, ya que aspirar el aroma yodado y salobre del mar siempre le había agradado más que las oleadas de olor a bolingas de chiva y estiércol de vaca que de vez en cuando inundaban el paraje del Sauzal. Allí abajo, en Los Dolores, Raúl sabía que contaba con una buena dotación de amigas y amigos a quienes saludaría con gusto.

Por su jovialidad, su ánimo, su carisma y su talento para la música, El Puntiagudo siempre era bien recibido. Dondequiera. No era feo el entonces joven Raúl y cantaba muy bien, a decir de los que lo conocieron. Esa ocasión tardó más en llegar a la hacienda, que la palomilla de por ahí acercársele jubilosa y hacerle bulla, desde que lo divisaron caminando solitario por la playa rumbo hacia ellos. Verdaderamente era un ídolo. No faltó alguien que al poco rato le alcanzara una guitarra, ni otros que le acercaran un trago, le brindaran un taco y menos faltaron quienes le hicieran la segunda, la tercera, la cuarta y la etcétera voz. Llegaba Raúl y con él la fiesta y los coros inundaban los parajes, que ese día y esa noche la bohemia prolongó hasta el mediodía siguiente. ¿Y el café? –le repiqueteaba la conciencia-

-¿Sabes qué Puntiagudo?- le dijo uno de sus amigos ya entrados en tragos y pardeando la tarde- ¿Vamos a La Paz a darle serenata a una chamacona que me trai juido, vale? -No puedo, hermano- respondió mi tío; -mi mamá me está esperando por el café, y ya la conoces…- Órale, vamos, no seas gacho, Puntiagudo- le coreaba la palomilla y le brindaban mas tragos para convencerlo, y brindaban y brindaban y… bueno, ¡pues, vamos! -dijo a lo último mi tío- ¡Alegre que es el indio y dándole maracas!- Un solo grito de alegría soltó el grupo y de inmediato se montaron amontonados en un velero; soltaron amarras, izaron las velas, y aprovechando la collita de la tarde se hicieron a la mar.

Entrada la noche arribaron a La Paz ya muy mareados por las constantes libaciones y como siempre, en cuanto pisaron tierra, salieron fúricos a buscar algún aguaje para aprovisionarse de licor, a cantar la serenata y a antojárseles a todos la novia del amigo, a beber, a dormirse, a seguir bebiendo y a gozar la vida bajo los palmares paceños, como si anduvieran en el carnaval o como si no existieran el Silvano o el Nalgas de Oro, dos de los policías paceños de esa época. Contaba mi tío que estuvo buena la farra que se prolongó por algo así como dos semanas, exagerándole un poco.

-¿Y el café? –le brincaba de repente la conciencia.

No, pues dos semanas de pachanga como que cansan, pero sobre todo la cruda moral, la méndiga resaca esa que es peor que la cruda física, y que a final de cuentas no es más que el dolor de volver a la realidad, -por eso no le hago caso- hizo mella en el ánimo del Puntiagudo que decidió, en ese momento mas por temor de regresar a enfrentar a mi abuela Luisa que por otra cosa, o no sé si sería por hambre -personalmente me inclino por lo último-, el caso es que optó por ausentarse, -nomás por un rato-, de el Sauzal. -Un tiempecito-, según él. Anduvo deambulando por las calles paceñas bajo el amparo de Don José Romero, el Balanza, que era en ese tiempo el encargado de la balanza del muelle, quien le dio cobija y empleo como machetero en el muelle, hasta que el Puntiagudo se acopló con algunos trovadores porteños y formaron un trío de olvidada memoria. En la primera oportunidad que tuvo, ni tardo ni perezoso aceptó una propuesta de trabajo que le hicieron y como Ulises, se encaramó a un navío, sin brújula, ni astrolabio. Zarpó de La Paz sin más rumbo que el mar con su majestuoso retumbar de olas, el travieso bullicio de los delfines a babor y estribor y el graznido de las gaviotas en la popa. Con el sol elevándose en levante, Ítaca se fue perdiendo en el poniente. El embrujo verde y azul cautivó al Puntiagudo y lo mantuvo preso por el resto de su vida. No fue sino hasta veinticinco años después, a un cuarto de siglo de iniciada esa aventura, en que una mañana nublada, estando nosotros aquí en La Paz (vivíamos como siempre sobre la calle Encinas y Antonio de Mendoza), llegó a nuestra casa un taxi de los de color rojo con azul del sitio Unión Única y bajó de él un señor elegante, con dos maletas en la mano. Era mi tío Raúl, a quien nunca había visto en persona. En ese tiempo yo tendría unos diez u once años de edad. Para eso, mi abuela y nuestra familia jamás había vuelto a saber nada de Raúl el primogénito de mi nana, desde que éste salió a comprar café. Incluso, mi abuela ya lo daba por perdido o por muerto y le hacía de vez en cuando alguna misa gregoriana, encomendándolo a la virgen del Perpetuo Socorro, de la cual Doña Luisa, a raíz de la desaparición de mi tío, se hizo muy devota, al grado de mandar construir en los terrenos del Sauzal una capilla en honor de tan milagrosa virgen, que esta vez respondía a la fe que se le profesaba, al devolverle su amado hijo a mi abuela, como El Chamizal a los mexicanos.

Nunca supe cómo fue que dio mi tío con nosotros, el caso es que ese día, entre risas, lágrimas, pero sobre todo, de mucha alegría, hubo fiesta en nuestra casa, como siempre a donde llegaba el Puntiagudo. -¡…No estaba muerto, andaba de parranda!- le cantaba muchos años después, a ritmo de cumbia, a manera de saludo. Al rato que se instaló, lo observé con su pipa en la boca echando bocanadas de humo y de mentiras, ¿Eh?, entre tragos de café nos fue contando algunas de sus andanzas. Ya se había casado, tenía algunos hijos, vivía en Guaymas y debido a la explosión del barco en el que transportaban gas, su mano izquierda, la que acariciaba las cuerdas y el diapasón, había perdido algo de movilidad. -Cuando el fuego se empezó a propagar sobre cubierta –nos decía- ya era muy tarde-. Alcanzó a quitarse los zapatos y justo en el momento en que iba en el aire al lanzarse al mar, el buque “Arahuán” explotó. No recordaba cuando tocó el agua, ni nada. Solo supo que un mes después de la explosión despertó en la cama de un hospital. -¡Viejo fumador, tú has de haber incendiado el barco, no te hagas loco!- le diría yo mucho después, cuando le agarré confianza y ya éramos grandes amigos, muriéndonos de risa, masticando pan y tomando café en la cubierta del Tehuacán. -¡En un descuido, sobrino, en un descuido!- me respondía carcajeándose mi tío.

Pues ese día que llegó por primera vez a nuestra casa, casi de manera inmediata se organizó una expedición para llevar al resucitado tío Raúl, a la sierra, a casa de mi abuela. En ese tiempo el viaje era muy largo. Doscientos y tantos kilómetros de La Paz al Crucero, por terracería, mas otros cien de camino que hay del Valle al Sauzal se recorrían en un día y medio y José Piñuelas lo llevó hasta allá en el taxi número seis del Salvatierra que era (y es aún) de su propiedad. Por lo bajito del carro, éste alcanzó a llegar nada más hasta el rancho “La Cueva”, de mi tío Edrulfo Castro, a unos diez kilómetros del Sauzal. El resto del caminó se avanzó, como siempre, a pie. Unos cien metros antes de llegar al Sauzal, cruza el camino un ancho arroyo y a la vera, bajo un gran mezquite derribado por Juliette y recientemente hecho carnitas (carbón) por mi primo Carlingas, permaneció mi tío Raúl escondido, anhelante y nervioso, con una taleguita de café a manera de tardía ofrenda aferrada a su mano derecha, mientras que José llegaba solo a la casa del rancho, a avisarle a mi tío Luis, a mi tío Javier y a mi tía Chachita la buena nueva acerca del visitante y sobre todo, para que prepararan emocionalmente a mi abuela, ya que una sorpresa de esa índole podía serle fatal. Finalmente, despacito, como deben decirse estas cosas, mi abuela fue puesta al corriente. Lentamente se vieron, se acercaron, se encontraron, y se fundieron en un prolongado, feliz, húmedo, fuerte beso y abrazo, que según Cesárea, mi tía Chachita, conmocionó a los presentes que arrobados por la escena y con un nudo en la garganta, desviaron el cauce natural de las lágrimas trocándolas por una risa sincera y estruendosa que descongeló todos los hielos cuando mi abuela preguntó a boca de jarro:

– ¿Y el café?-
– Aquí lo traigo, madre, -respondió, sonriendo, el Puntiagudo- ya estamos juntos, mamá.


Emilio Arce Castro
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