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Los Tonka - Omar Castro

La navidad y los tonkas

Voy a San Ignacio, recorro el pueblo de mi infancia y buena parte de la juventud de vacaciones. Salimos muy pequeños a estudiar la escuela secundaria fuera del pueblo, después, solo regresaríamos de vacaciones, quizás de ahí procede la nostalgia. Voy a dar una vuelta, como siempre, por Pueblo Nuevo, donde se encuentra el conjunto escuela – internado rural, paso por la casa donde vivimos casi treinta años, veo con tristeza como el edificio cardenista, de ladrillo y altas azoteas se va deteriorando por el tiempo y la apatía.

Paso por la casa de nuestros vecinos los Villavicencio –La Vero, El Falo, El Chichí, El Eduardo, la Paty y el Ulises- y veo que, a un lado de su casa, han edificado un cuarto, una especie de cobertizo cubierto con tela de alambre, tiene unos estantes y en ellos, una colección de sus viejos juguetes Tonka, hay, desde luego, el dompe clásico del color Caterpillar, pero también está la grúa, el trascabo y otros juguetes magníficos que ansiabamos cuando niños, para que el Santa, por una vez en su puta vida, se dignara en complacernos. No éramos ni más malos ni buenos que los Floriani, Los Fisher o los Villavicencio. Ya más grandecitos, como de siete u ocho años, empezábamos a dudar del “pórtate bien y el Santa te va a traer…” Nada. Otra navidad sin Tonka.

Nuestros “tonkas” los fabricaba el maestro Arballo, carpintero del internado, Don Victorino que era un artista, cuando se lo proponía, para hacer unos carros maravillosos, cuya ventaja, frente a los deseables Tonkas, era que tenían movilidad en la dirección. Eran carros muy parecidos a los troques que en aquellos tiempos circulaban por los caminos del Territorio: el Chevrolet de redilas y cinco velocidades. Don Victorino les hacía un eje delantero que con una cuerda –una piola- amarrada a la proximidad del eje de cada llanta, podíamos maniobrar –a la derecha o la izquierda- con solo traccionar la piola para uno u otro lado para que cambiara de dirección. Les hacía faros delanteros, guardafangos de lámina y unas redilas –las racas- que se podían desarmar como los verdaderos. Las llantas eran de madera.

Para jugar con nuestros carros, hacíamos caminos atrás del internado, pegado a un basurero. Eran caminos con curvas, bajadas, subidas, pedregales, arenales, abismos, decenas de obstáculos porque no conocíamos otros caminos. Para el norte y para el sur había que transitar por caminos malos, brechas, médanos, cuestas como Las Vírgenes o El Infierno –extraña dualidad- que tratábamos de imitar y pasar aprietos como escuchábamos que pasaban los troqueros, esos héroes populares que eran buenos para tomar mucha cerveza sin caerse, una mujer en cada pueblo y buenos para las patadas, además del ingenio para resolver las múltiples descomposturas que aquejaban a los troques a causa del mal camino.

Los dompes tonkas eran muy grandes, muy rígidos, duros, no tenían dirección móvil y se volteaban fácilmente. Tenías que conducirlos agachado, tomando el juguete con las manos, en cambio, los nuestros, los humildes troques de Don Victorino, se conducían de pie, con la cuerda –control remoto- y se podían hacer maniobras en las curvas muy pronunciadas, subidas y bajadas. Donde los Tonkas batallaban y se volteaban, nuestros carritos pasaban volando, sin embargo, tener un Tonka era asunto de caché. Era durable, resistente de un plebe cabrón y dañisto como nosotros y nuestros vecinos. Así éramos todos –unos más que otros- la pregunta era: ¿por qué el Santa les trae Tonkas y a nosotros, no?.

Había algo inexplicable: o el Santa era un cabrón injusto y zalamero con los ricos, o, eran mentiras que el viejo panzón pasaba la nochebuena con sus renos dejando regalos, porque a nuestros vecinos, de enfrente, la familia Robles que dependía de Don Miguel, un albañil jornalero, los trataba peor que a nosotros, un Tonka, ni soñarlo.

Nos empezaba a caer el veinte. Eran nuestros padres y sus posibilidades económicas lo que se reflejaba en navidad. No había duda. Puede que parezca demasiado ingenuo pero habría que imaginar el contexto: un pueblo aislado detrás de las montañas, sin luz eléctrica, sin noticias del exterior, católico, doctrinario y claro, el contexto del santo olor de la navidad, el ambiente, sus costumbres y tradiciones.

Me quedo viendo los Tonkas de los Villavicencio y recuerdo como los deseábamos, pero también recuerdo como, después de constatar nuestros vecinos que los Tonkas no servían para los caminos malos, solo funcionaban bien en terreno plano, ellos terminaban jugando con nuestros maravillosos carros del maestro Arballo, nosotros con los Tonkas, aunque sea por un rato. Los Tonkas eran fuertes, durables, tanto que aún se conservan-como nuestros recuerdos-; nuestros carros de madera, eran efímeros, sutiles, como pompas de jabón –como la vida-. 

Quizás ese era su encanto.



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