Tenía una pata de palo, era bebedor y se dedicaba a destapar los caños.
Cuando el sistema de mayates que recogían los desechos, casa por casa, en la Santa Rosalía boleriana, se convirtió a red de tubería subterránea, ahí estaba Cañedo. Todo lo vio. Nadie como Cañedo tenía el conocimiento de la red del drenaje de Santa Rosalía, tenía en su cabeza el mapa de metros y metros de cañería, los recovecos, curvas, registros, túneles, bombas que componían el sistema de conducción de aguas negras, de tal manera que a la hora de que se tapara, se derramara o sufriera un desperfecto el sistema, era Cañedo el indicado para arreglar el desaguisado.
Así se veía todos los días, escarbando para encontrar el desperfecto y sentado en un montón de tierra, con la pata al lado, haciendo maniobras para desatorar la bolsa de plástico, la maraña de papel o la pelota de esponja que metió al excusado un chamaco dañisto.
Escarbe y escarbe, trago y trago, Cañedo pasaba de casa en casa, de caño en caño todo el día. Caía la noche, tomaba sus herramientas, su botella, se amarraba la pata y a dormir.
La pata era de palo, vil palo, probablemente de guérivo. Nada que ver con las prótesis modernas. Un taco de hule gastado en la punta, luego un tronco -un leño- de madera que se ensanchaba y entraba el muñón por debajo de la rodilla, atada con tiras de cuero se fijaba a la pierna. Funcionaba muy bien. Nada infrecuente que a Cañedo se le perdiera la pata en la borrachera, nada infrecuente que algún bromista se la escondiera como cuando El Tolito Estrada –un niño cabrón de la calle cuatro- le escondió la pata, pero al salir a la carrera, lo atropelló un carro, fue tan fuerte el madrazo que perdió la memoria, tiempo que pasó Cañedo sin la pata. Afortunadamente los médicos pudieron hacer que El Tolito recordara, al tercer día, donde dejó la pata.
Lo que sigue fue peor: Cañedo desapareció. Fue un golpe maestro de parte de individuos relacionados con la Liga 23 de Septiembre, una asociación de políticos sediciosos que se había fundado después de la matanza de Tlatelolco con el fin de lanzar una ofensiva armada contra el Estado represor. En su manifiesto de fundación afirmaban que “en México, ya se ha demostrado, no se puede luchar por las vías pacíficas y democráticas, la represión del Estado tendrá su contraparte en la guerrilla popular. La lucha armada será nuestra divisa hasta que caiga el Estado represor y antidemocrático ¡Patria o muerte!”. Poco se sabía de los integrantes, después de treinta años que se abrieron los archivos de la temible DGS, se sabe quiénes fueron los encargados de secuestrar a Cañedo.
Nadie previó ni se imaginó que Cañedo sería un blanco de ataques de los extremistas. Nadie tomó en cuenta el secuestro. Nadie pagaría un rescate por personas tan insignificante, un pobre, sin recursos, ni familia, bebedor consuetudinario, destapador de caños, con una pata de palo y sin perro que le ladrara.
Pero en Santa Rosalía, la primera semana sin Cañedo, se empezaron a acumular los taponamientos, las fugas, los derrames de aguas negras, la población empezó a enfermar de disenterías, de alergias, de dermatosis, se llenaron los consultorios, los hospitales; las farmacias hacían su agosto y la pestilencia a invadir todo el pueblo. Fue cuando empezaron a protestar, primero los del centro, luego los de ranchería quienes encararían al alcalde para que arreglara el cochinero. El alcalde empezó a comprender que era imposible arreglar ese desmadre sin Cañedo. Fue cuando llegó la petición del rescate. Cinco millones de pesos por devolver a Cañedo, pedía la Liga. -Ni loco, dijo el alcalde.
A la siguiente semana fueron los de la Nopalera y los de Las Barracas quienes se unieron a los protestantes. En las calles brotaban borbotones de aguas negras, los sanitarios estaban llenos de inmundicias, había ratas por dondequiera, hervía de cucarachas, el rumor de las moscas era estruendoso. El alcalde se negaba a pagar el rescate. Pidió refuerzos al ejército para buscar a los facinerosos que habían raptado a Cañedo. Catearon las casas de los sospechosos: del Mario Benson, de Benito Cañedo, del Pipi Zúñiga, de El Farero de Mulegé, intelectuales, artistas y periodistas. Los torturaron. Nada encontraron.
Las cosas se pusieron peor. Tres semanas sin Cañedo, los derrames y fugas llegaron hasta Mesa Francia y ahora sí, el alcalde tenía a toda cachanía pidiendo que se pagara el rescate, que volviera Cañedo. Finalmente se hizo una mesa de negociaciones, una asamblea permanente, para ese tiempo, los efluvios llegaban hasta la Isla de San Marcos; los camiones no querían llegar a Santa Rosalía, los pasajeros pasaban de largo, tomaban aire en El Montado y volvían a respirar hasta la cuesta de Santa María; el ferry se negaba a atracar. El alcalde no sabía qué hacer, el pueblo le exigía solución y la única: “que vuelva Cañedo”, era la consigna.
Un mes sin Cañedo, la Liga 23 Septiembre amenazó con ultimar a Cañedo, entonces el alcalde accedió al rescate. Las negociaciones secretas con la Liga dieron fruto. El rescate se pagó, Cañedo apareció sano, salvo, en El Chacuca, con la pata bien puesta, blandiendo en la diestra una pacha de Cuervo añejo.
Poco a poco, las cosas volvieron a la normalidad, la gente, en agradecimiento le mandó construir a Cañedo, un obelisco a la entrada sur de Santa Rosalía.
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