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El Corral - Tomo I

III. Siesta a la tardecita

Del libro El Corral Viejo, de Emilio Arce, la versión completa del cuento
“Asterio”
(Retrato de un día como cualquier otro)

“No escarbes mucho; los verdaderos tesoros no se ocultan: están contenidos, a cielo abierto, en el baúl de nuestro corazón”
“No podemos luchar contra nuestros demonios y salir ilesos”
Milo.

-Fíjate, Vevita…- empezó a decir, aletargado, Don Asterio Castro al filo de la media tardecita, interrumpiendo la frase con un aflojerado bostezo un rato después de haber yantado opíparamente todo el día de lo que pudo, menos huevos, obviamente, cuando, tras darse un chapuzón en una de las profundas pozas que se formaban en los tepetatales del arroyo y haberse demudado las truzas, ya sesteaba, no muy mortificado el hombre aquel, recostado sobre un vetusto catre de gastadas pero bien estiradas lías de cuero de res, bajo el cual también dormitaba cómodamente “el comecuandohay”. Asterio estaba con las piernas entrecruzadas y ambas manos sobre la almohada, bajo la nuca, viendo hacia el techo del amplio corredor, sintiendo que lo envolvía un leve sopor acompañado de una suave brisa fresca que, alcahueta, cruzaba la estancia moviendo las barbas de las hojas de palma que colgaban a la orilla del techo.

Con una astilla de hueso de venado en la boca a manera de pica dientes, expulsando imaginarios residuos de placa dento bacteriana, rascándose con la uña del dedo gordo del pie derecho la planta del pie izquierdo, mientras, sentadas de pie cruzado cada quien en su respectiva poltrona, Doña Veva y Doña Ascensión, con movimientos autómatas como de competidoras de nado sincronizado, coordinadas hasta para cambiar de pie, se entretenían en la manufactura de llamativos tapetes hechos de costal e hilachos multicolores.

Don Asterio terminó su prolongado bostezo, se aclaró el pecho, hilvanó sus ideas y prosiguió:

-…fíjate Vevita que he estado pensando en lo que dice tu mamá, aquí presente, que vio…-

Doña Ascensión, al oírse invocada, nomás se reacomodó en la poltrona, aspiró profundamente y carraspeó a manera de recalcar su presencia.

– Por acá por estos lugares –continuó Don Asterio- no sería raro que sí hubiera algún entierro, tu sabes, con gente tan adinerada que vivió por estos rumbos, pocones pero con muncha puchi plata… y en aquel tiempo se vivía casi igualito que ahora: un montón de pobres muy jodidos y unos cuantitos que no saben qué hacer con tanto dinero, sobre todo hoy con los nuevos ricos, con las últimas camadas de políticos que salen cada tres o seis años, como salen las ranas cuando llueve. “Me hizo justicia la Revolución”, dicen, y todavía la tráin de arriba pa’ bajo. Bueno, traían, porque del PAN para acá como que la borraron… digo, la palabrita revolución, pero todo lo demás sigue igualito de intaito… en ese entonces que te digo, de hace muncho, no había bancos en la sierra, ni habrá… y entonces no había de otra más que enterrar el oro o las monedas que tuvieras, en el monte, lejos de la vista de cualesquiera, donde nadien las encontrara, así es que he pensado que le vamos a pedir, Doña Ascensión, si no es muncha molestiosidá, que nos indique exaitamente dónde dice usté que vio la lumbrera y si te animas, Vevita, a la noche, si no hay muncha neblina, empezamos a rascarle al suelo, no faltaba más… pero primero güá pegarme una repuestita- dijo, somnoliento, acurrucándose de ladito, durmiéndose inmediatamente, cuan vil fraile capón.

Creyéndolo despierto todavía, le respondió su mujer: -Sería güeno, Asterio, como cosa perdida, quien quite y hallemos algo, ya ves que el que busca halla ¿vedá má?…-

-Hi, mija- con voz meliflua contestó Doña Ascensión a su hija, con una sonrisa plena dibujada entre los profundos surcos que reticulaban su rostro.
No hubo más comentarios al respecto porque los ronquidos, al principio leves, pero luego agitadísimos de mi tío Asterio, acapararon la plática y no dejaron ni hablar ni escuchar a los demás.



Emilio Arce Castro
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