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El globo que volvio - Florentino Ortega

El globo que volvió

El sábado pasado la tormenta Olaf nos pasó por encima. La lluvia pertinaz fue abriendo pequeñas zanjas por la pendiente del terreno, deslavando las piedras y el tepetate y luego se fue culebreando loma abajo. Las bugambilias bailaban al compás de la lluvia y codeaban a los palodearco con tal de abrirse paso entre el breñal humedecido y de esa manera, demostrarnos sin recato, en esa tarde anticipada, la galanura de su follaje irreverente, en aquella algarabía policroma que bullía por encima de la alambrada de la cerca.

Los ciruelos del monte alzaban sus brazos como saludando a la miríada de cardones que asemejaban a lo lejos un ejército verde silencioso que respondía al saludo en la loma de enfrente. A lo lejos, la ciudad apenas se delineaba detrás de aquella cortina azul que era la lluvia desplomándose y la serranía se adivinaba en vez de verse, barrida por una neblina espesa e impenetrable.

-Mira- me dice la Lulú, acomodándose el sombrero de paja sempiterno y observando por encima de los enormes lentes negros- la bugambilia de la Zule, que parecía iba a secarse.

Y es que la Zule, llena de sueños e ilusiones, había clavado a duras penas, entre el pedrerío y la caliche, una pequeña vara de aquella bugambilia de la cual, según ella, brotarían insolentes, flores color melón que cubrirían por completo el cerco de aquel terreno recién abierto por mi hermano a punta de pala y azadón, motivado por la romería de sus dos hijas correteando incansables por las brechas recién abiertas.

Eran esos tiempos en que la juventud nos daba fuerzas para todo y por eso mi hermano y la Zule habían adquirido ese terreno donde ya se miraban, ambos, ora saliendo de la casa cuyos muros fueron levantando poco a poco, al jardín tapizado de flores y de rosas, ora desparramando la mirada sobre la loma despoblada en las tardes de estío, ora espantando la canícula bajo la sombra de los ciruelos del monte y los torotes.

Tavito vino al mundo con los ojos abiertos, sin el llanto primerizo con el que todos arribamos a la vida. Con aquella mirada profunda de bebé recién llegado, escudriñaba aquí y allá, como tratando de entender en qué planeta había aterrizado y luego bizqueaba al juguetear con los dedos de sus manos rollizas muy cerca de su rostro, aún inflamado por el trauma del parto. Y así estuvo, durante dos semanas, sin llorar, atisbando en el cuarto de su casa por entre la gasa del pabellón que lo protegía de los mosquitos, observando como la Zule se preparaba para amantarlo sin que él se lo hubiese pedido con el llanto. Bebía de aquella ubre generosa como beber de un manantial inacabable y al hacerlo clavaba su mirada recalcitrante en los ojos tiernos de su madre, en una comunión de amor indivisible y luego se despeñaba por horas en un sueño tranquilo e inamovible. Una madrugada, pesada como piedra, todos en la casa despertaron por el llanto desgarrado del Tavito. La Zule esculcó infructuosamente las ropas del niño muerto en llanto, pensado quizá que alguna alimaña lo hubiera emponzoñado; le tamborileaba los dedos en la panza para descubrir en el eco alguna inflamación inapropiada, le ofrecía en la boca apretujada el pezón rebosante de leche tibiecita, le embadurnaba con alcohol el cuello y la pequeña cabeza que el Tavito aventaba hacia atrás, estirando las manos y piernitas, como atravesado por un dolor insoportable.

Y así estuvo, llorando sin descanso, por horas y horas hasta que el bálsamo del sueño lo rescataba piadoso, de aquel dolor inexplicable.

El Tavito creció sin cumplir con algunas etapas de la vida. La Zule y mi hermano navegaron por un vía crucis de médicos, pediatras, enfermeros, brujos y curanderos sin que nadie pudiera liberar al niño aquél de ojos profundos, de la ignominia de una parálisis cerebral que le impedía moverse libremente, y así anduvo los años, gateando con aquella manera singular de trasladarse por el suelo, entre balbuceos incomprensibles de alegría, creciendo en su cárcel de niño malogrado que reía a plena carcajada altisonante al ver el amor desgarrado que brillaba en los ojos cansados de sus padres, manoteando el espacio imposible para alcanzar a sus hermanas, preguntado con esa mirada inquisitiva en sus ojos estrábicos al no poder entender enteramente el por qué la Zulema yacía pálida, quieta, en la cama mortuoria de su cuarto, con las manos cruzadas en el pecho y el por qué su padre, derrumbado, junto a ella, con los dedos le cerraba los párpados para ya no ver más aquellos espejos asolvados por el cáncer de mama de la Zule, su madre, y entonces se metía, confundido, debajo de la cama, como buscando en aquél rincón oscuro a la otra parte de él que ya no estaba ni estaría jamás en esa casa suya.

Fue en ese tiempo cuando mi hermano me vendió el terreno de la loma, según él, para salir de una crisis de dinero, para saldar una cuenta que se le hacía vieja, pero yo supe que era para no tener que llegar en las tardes escuetas tremendamente soledosas y encontrarse colgados de las agujas de los paloadanes y de las paredes empezadas, los sueños destrozados. El tiempo fue cicatrizando los arañazos de la vida, quizá porque ninguna ausencia puede llorarse para siempre, quizá porque ningún vacío es absoluto, y fue entonces que una tarde dominguera, festejando un aniversario del Tavito, todos sus familiares que celebraban en el patio de enfrente de la casa, escucharon el llanto del niño que brincaba desesperado sobre la andadera de ortopedia, gesticulando con sus brazos descompasados, tratando de alcanzar inútilmente el globo de gas que se escapaba al cielo, ondulando el cordel con el que se hallaba atado a su manita, columpiándose en la mecedora del viento de las tres de la tarde, espejeando el sol que ya se descolgaba del cenit del horizonte, perdiéndose por encima de los cables eléctricos y de las copas de los árboles. El Tavito lloró desconsolado por el regalo aquél de su cumpleaños, tal vez con la misma intensidad con que lloró en la tercera semana de su vida, con el mismo sentimiento de despojo que sintió cuando la Zule se marchó de la casa sin haberse despedido siquiera con un beso; lloró y siguió llorando hasta ya no ver aquél globo que apenas titilaba, como un pequeño lucero colgando del cielo despejado. Y tal vez hubiera seguido llorando para siempre, hasta el fin de los tiempos, con aquella persistencia tenaz con que guardó silencio después del nacimiento, si no hubiera sido porque al unísono de sus gritos de júbilo, agitaba sus brazos para alcanzar el mismo globo que descendía cadencioso, por el mismo camino invisible que trazó en su ascenso hacia el espacio, y ante la mirada estupefacta de todos sus parientes, el cordel rozó las manos de Tavito quien lo tomó de nueva cuenta como si hubiese recuperado lo imposible.

-Hey- le asiento a la Lulú – mirando la bugambilia rebozada de flores lavadas por la lluvia que caía y caía en el terreno de la loma- brotó a pesar de todo- le dije.


Florentino Ortega
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