Korima PLACE

Lagartija - Milo Arce

El agua, la lagartija y el cactus

Había una vez una pequeña lagartija que vivía feliz con su familia en una cuevita, en medio de una colonia compuesta a su vez de varias pequeñas cuevas, entre las arenas de un desierto que estaba muy cerca de la gran playa cuyas olas reventaban contra la arena esparciendo enormes nubes de espuma salada. Vivía rodeada de muchas especies de animalitos y de infinidad de arbustos espinosos que viven en el desierto, porque ya deben saber ustedes que todas las plantas, al igual que los animalitos, viven; están tan vivos como tú y como yo. Había también en esa colonia, algunas piedras que durante el día se calentaban con el sol, pero que las señoras amas de casa se encargaban de apagar echándole agua encima todo el día, tal como hacen las señoras de las ciudades cuando riegan con agua las banquetas de sus calles y los pisos de sus patios. Había también muchas conchas de almejas y caracolas que le servían de refugio a toda clase de insectos y era el lugar donde la cachorita jugaba con sus amiguitos a arrojarse globos llenos de agua, a mojarse con pistolas de agua, a hacer pasteles de lodo y a tirar y desperdiciar agua por todos lados. A pesar de que todos sabían que el agua no debía desperdiciarse de ninguna forma, nadie hacía caso de ello. A muy pocos le importaba cuidar el agua, y nadie notó que cada día empezó a haber menos, hasta que llegó el momento en que ya no había nada.
 
Nuestra amiguita lagartija no se preocupó el asunto porque ella conocía lugares donde se formaba el agua, y sabía cómo obtenerla. Se había hecho amiga de la mayoría de los seres que habitaban en su colonia y en el desierto. Era amiga de las plantas de cactus, que conocemos como “biznagas”, de las “choyas”, de los “Cardones”, de las “Pitahayas” y de los “carambuyos”. Nuestra amiga lagartija se sentía orgullosa de tener unos amigos tan amables y tan altos que llagaban hasta el cielo y creía que eran los guardianes de la colonia, por su estatura y su armadura de espinas.
 
En ciertas temporadas del año, de esos enormes Cactus iban surgiendo lentamente unas frutas amarillas de consistencia jugosa y llena de semillitas, envueltas en muchas espinas, y de las plantas de Pitahayas surgían también unas frutas, que al principio, eran de color verde, pero cuando iban madurando, poco a poco se pintaban de un llamativo color rojo y su pulpa era deliciosamente dulce para atraer aves que desparramaran por el desierto las semillitas que se guardaban en el interior de las frutas, para que al llegar las lluvias nacieran mas plantas de cactus. Por lo regular estas frutas se daban en la temporada de verano, cuando hacía mucho calor y la mayoría de los niños estaban de vacaciones. Siempre antes de las lluvias.
 
Ah, pues es ahí en ese tiempo, antes de la lluvia, cuando empieza la historia de este pequeño animalito; cuando la dulce fruta del Cactus es de color rojo.
 
Y en ese lugar, donde vivía la pequeña lagartija en esos días, el calor era agobiante, sobre todo porque durante todo el tiempo transcurrido del año, desde la temporada de invierno, pasando por la primavera y hasta ese verano, no había llovido y todas las plantas se estaban marchitando y secando por la falta de agua. Algunas ya estaban muriendo de sed. No había caído del cielo ni una gota de lluvia todavía.
 
Por esta razón nuestra amiga lagartija tenía que levantarse muy temprano, mucho antes que las ardillitas, o las tarántulas, para subirse a los árboles y plantas a tomar agua de rocío, que se formaba por las noches, cuando el aire fresco enfriaba la humedad que se acumulaba del calor del día, que es casi la misma manera como se forman las nubes, cuando la humedad de la tierra se evapora con el calor y el viento frío del cielo las transforma en el agua que cae en forma de gotas de lluvia.
 
Pues todos los días, cuando se levantaba, después de besar a sus padres y hermanitos salía presurosa a visitar a sus amigas las plantas, a las que quería y respetaba mucho. -¡buenos días, señora Choya! ¿Cómo amaneció usted hoy?- Le preguntó ese día con una sonrisa, subiendo y bajando su cuerpecito, moviendo graciosamente la colita.
 
-Bien, cachorita, amanecí muy bien; con mucho calor y con mucha esperanza de que hoy si llueva, porque el calor de hoy es especial-
 
-Lloverá, señora, lloverá- respondía la lagartijita al tiempo que respetuosamente le solicitaba permiso para subirse a sus brazos a juntar agua de rocío.
 
-Anda, ve. Toma justo la que necesites. Ni más, ni menos. Y cuídala- le aconsejó cariñosa, como siempre, la señora Choya. La cachorita agradeció y trepó ágilmente hasta los brazos más altos de la planta, pero para su infortunio, esa mañana no encontró ninguna gota de rocío en las alturas de la planta. Buscó por los brazos más bajos esperando encontrar aunque sea una gota antes que el calor del sol las desapareciera, pero no encontró nada y empezó a preocuparse. Bajó presurosa para ganarle al sol diciendo –Con su permiso, muchas gracias Doña Choya- y corrió a subirse a otra planta cercana, pero tampoco encontró nada, y se subió a otra planta, y a otra, y a otra, y a otra, pero ¡Nada!, esa noche no había llegado agua. De todos modos siguió buscando infatigable por aquí, por allá, arriba, abajo, por todos lados durante todo el día, sin darse por vencida, pero aún así no encontró nada. Ni una gota.
 
Ya era tarde cuando, sedienta, regresó a su cuevita esperando que el resto de su familia sí hubiera encontrado agua y le convidaran una poca, pero a todos los encontró muy tristes, con la noticia que nadie había encontrado agua. Vio a su padre que acongojado, pero con voz fuerte se dirigía a ellos, su familia, y les decía que la falta de agua era un problema de todos y que solamente entre todos habrían de resolverlo. Y así, sin beber agua en todo el día, nuestra amiguita, vencida por el cansancio, se acostó y se durmió soñando con una gota de rocío bien grande, fresca y cristalina.
 
Por la noche, en su sueño, veía a todo el pueblo reunido entre el polvo y los rayos del sol clamando por agua.
 
-¡Es culpa de los cactus! ¡Ellos están acaparando toda el agua que nos pertenece!- exclamó un viejo topo de anteojos oscuros, con un lente de sus anteojos todo desquebrajado y el otro bastante empañado -¡He mordido sus raíces y son jugosas como las cañas!-
 
-¡Es cierto!- bramaba una iguana regordeta subiéndose un refajo de holanes mugrosos.
-¡Los cactus tienen agua en toda época y no nos están dejando nada!- gritó una joven rata de campo a toda la multitud de animales ahí reunidos, y empezaron a gritar todos ellos al mismo tiempo, culpando a los cactus del desabasto de agua que sufría toda la colonia y sus alrededores, cuando alguien exclamó levantando un puño: -¡Acabemos con los cactus!- -¡Sí, acabemos con ellos!- coreó la multitud y todos se aprestaron a tomar las herramientas que poseían, para ir a derribar los cactus que estuvieran a su alcance. Cuando estuvieron cerca del primer cactus que encontraron, una voz fuerte, tan potente como los truenos que oímos cuando cae un rayo, proveniente del cactus más grande, les gritó:
 
-¡Alto! ¿Cómo se atreven a culpar otros de que el agua se les acabe? ¿No se han dado cuenta de que son ustedes mismos quienes han acabado con ella al desperdiciarla de manera cruel? Ustedes al tirar el agua tiran el regalo del cielo. Al desperdiciar el agua desperdician la vida, porque el agua es la fuente de la vida de todo ser vivo. Sin agua no veremos crecer la hierba, ni florecer los campos y los jardines. Sin agua no veríamos crecer los niños, no veríamos volar las mariposas, los pájaros, las gaviotas, ni aparecerán más nubes en el cielo, y ¿saben por qué? Porque ustedes han hecho un mal uso de ella, al no cuidarla como el verdadero tesoro de vida que es. ¡Y todavía pretenden buscar culpables para castigarlos cuando el verdadero culpable es todo aquel que no supo cuidar del preciado líquido! ¡El culpable es cada uno de ustedes cada vez que derraman una gota de agua! ¡Los castigaré por eso! –gritó enojado el majestuoso cactus, levantando uno de sus brazos en cuyo puño apareció un gran rayo. El cactus, enojado, estaba dispuesto a castigar a la multitud, cuando repentinamente el cielo se ensombrece y la oscuridad se ilumina al ser alcanzada por los rayos de los relámpagos que sostiene en su mano el cactus, que suenan fuertemente haciendo que la multitud se llene de miedo…
 
-¡Perdón, señor Cactus! ¡Jamás volveremos a desperdiciar el agua, se lo prometo! ¡Ya nunca más derramaré el agua y cuidaré que todos mis amiguitos tampoco la desperdicien, señor Cactus!- gritó la cachorita, y es entonces cuando la suave caricia de una gota de agua fresca, como un beso de mamá, moja su carita y la despierta.
 
-¡Era una pesadilla!- Se dice tallándose los ojos con sus manitas. Está amaneciendo y sobre el campo de ese desierto la primera lluvia ya ha empezado a caer.
 
-¡Agua! ¡Todavía es tiempo de cuidarla!-
 


Emilio Arce Castro
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Había una vez una pequeña lagartija que vivía feliz con su familia en una cuevita, en medio de una colonia compuesta a su vez de varias pequeñas cuevas, entre las arenas de un desierto que estaba muy cerca de la gran playa cuyas olas reventaban contra la arena esparciendo enormes nubes de espuma salada. Vivía rodeada de muchas especies de animalitos y de infinidad de arbustos espinosos que viven en el desierto, porque ya deben saber ustedes que todas las plantas, al igual que los animalitos, viven; están tan vivos como tú y como yo. Había también en esa colonia, algunas piedras que durante el día se calentaban con el sol, pero que las señoras amas de casa se encargaban de apagar echándole agua encima todo el día, tal como hacen las señoras de las ciudades cuando riegan con agua las banquetas de sus calles y los pisos de sus patios. Había también muchas conchas de almejas y caracolas que le servían de refugio a toda clase de insectos y era el lugar donde la cachorita jugaba con sus amiguitos a arrojarse globos llenos de agua, a mojarse con pistolas de agua, a hacer pasteles de lodo y a tirar y desperdiciar agua por todos lados. A pesar de que todos sabían que el agua no debía desperdiciarse de ninguna forma, nadie hacía caso de ello. A muy pocos le importaba cuidar el agua, y nadie notó que cada día empezó a haber menos, hasta que llegó el momento en que ya no había nada.
 
Nuestra amiguita lagartija no se preocupó el asunto porque ella conocía lugares donde se formaba el agua, y sabía cómo obtenerla. Se había hecho amiga de la mayoría de los seres que habitaban en su colonia y en el desierto. Era amiga de las plantas de cactus, que conocemos como “biznagas”, de las “choyas”, de los “Cardones”, de las “Pitahayas” y de los “carambuyos”. Nuestra amiga lagartija se sentía orgullosa de tener unos amigos tan amables y tan altos que llagaban hasta el cielo y creía que eran los guardianes de la colonia, por su estatura y su armadura de espinas.
 
En ciertas temporadas del año, de esos enormes Cactus iban surgiendo lentamente unas frutas amarillas de consistencia jugosa y llena de semillitas, envueltas en muchas espinas, y de las plantas de Pitahayas surgían también unas frutas, que al principio, eran de color verde, pero cuando iban madurando, poco a poco se pintaban de un llamativo color rojo y su pulpa era deliciosamente dulce para atraer aves que desparramaran por el desierto las semillitas que se guardaban en el interior de las frutas, para que al llegar las lluvias nacieran mas plantas de cactus. Por lo regular estas frutas se daban en la temporada de verano, cuando hacía mucho calor y la mayoría de los niños estaban de vacaciones. Siempre antes de las lluvias.
 
Ah, pues es ahí en ese tiempo, antes de la lluvia, cuando empieza la historia de este pequeño animalito; cuando la dulce fruta del Cactus es de color rojo.
 
Y en ese lugar, donde vivía la pequeña lagartija en esos días, el calor era agobiante, sobre todo porque durante todo el tiempo transcurrido del año, desde la temporada de invierno, pasando por la primavera y hasta ese verano, no había llovido y todas las plantas se estaban marchitando y secando por la falta de agua. Algunas ya estaban muriendo de sed. No había caído del cielo ni una gota de lluvia todavía.
 
Por esta razón nuestra amiga lagartija tenía que levantarse muy temprano, mucho antes que las ardillitas, o las tarántulas, para subirse a los árboles y plantas a tomar agua de rocío, que se formaba por las noches, cuando el aire fresco enfriaba la humedad que se acumulaba del calor del día, que es casi la misma manera como se forman las nubes, cuando la humedad de la tierra se evapora con el calor y el viento frío del cielo las transforma en el agua que cae en forma de gotas de lluvia.
 
Pues todos los días, cuando se levantaba, después de besar a sus padres y hermanitos salía presurosa a visitar a sus amigas las plantas, a las que quería y respetaba mucho. -¡buenos días, señora Choya! ¿Cómo amaneció usted hoy?- Le preguntó ese día con una sonrisa, subiendo y bajando su cuerpecito, moviendo graciosamente la colita.
 
-Bien, cachorita, amanecí muy bien; con mucho calor y con mucha esperanza de que hoy si llueva, porque el calor de hoy es especial-
 
-Lloverá, señora, lloverá- respondía la lagartijita al tiempo que respetuosamente le solicitaba permiso para subirse a sus brazos a juntar agua de rocío.
 
-Anda, ve. Toma justo la que necesites. Ni más, ni menos. Y cuídala- le aconsejó cariñosa, como siempre, la señora Choya. La cachorita agradeció y trepó ágilmente hasta los brazos más altos de la planta, pero para su infortunio, esa mañana no encontró ninguna gota de rocío en las alturas de la planta. Buscó por los brazos más bajos esperando encontrar aunque sea una gota antes que el calor del sol las desapareciera, pero no encontró nada y empezó a preocuparse. Bajó presurosa para ganarle al sol diciendo –Con su permiso, muchas gracias Doña Choya- y corrió a subirse a otra planta cercana, pero tampoco encontró nada, y se subió a otra planta, y a otra, y a otra, y a otra, pero ¡Nada!, esa noche no había llegado agua. De todos modos siguió buscando infatigable por aquí, por allá, arriba, abajo, por todos lados durante todo el día, sin darse por vencida, pero aún así no encontró nada. Ni una gota.
 
Ya era tarde cuando, sedienta, regresó a su cuevita esperando que el resto de su familia sí hubiera encontrado agua y le convidaran una poca, pero a todos los encontró muy tristes, con la noticia que nadie había encontrado agua. Vio a su padre que acongojado, pero con voz fuerte se dirigía a ellos, su familia, y les decía que la falta de agua era un problema de todos y que solamente entre todos habrían de resolverlo. Y así, sin beber agua en todo el día, nuestra amiguita, vencida por el cansancio, se acostó y se durmió soñando con una gota de rocío bien grande, fresca y cristalina.
 
Por la noche, en su sueño, veía a todo el pueblo reunido entre el polvo y los rayos del sol clamando por agua.
 
-¡Es culpa de los cactus! ¡Ellos están acaparando toda el agua que nos pertenece!- exclamó un viejo topo de anteojos oscuros, con un lente de sus anteojos todo desquebrajado y el otro bastante empañado -¡He mordido sus raíces y son jugosas como las cañas!-
 
-¡Es cierto!- bramaba una iguana regordeta subiéndose un refajo de holanes mugrosos.
-¡Los cactus tienen agua en toda época y no nos están dejando nada!- gritó una joven rata de campo a toda la multitud de animales ahí reunidos, y empezaron a gritar todos ellos al mismo tiempo, culpando a los cactus del desabasto de agua que sufría toda la colonia y sus alrededores, cuando alguien exclamó levantando un puño: -¡Acabemos con los cactus!- -¡Sí, acabemos con ellos!- coreó la multitud y todos se aprestaron a tomar las herramientas que poseían, para ir a derribar los cactus que estuvieran a su alcance. Cuando estuvieron cerca del primer cactus que encontraron, una voz fuerte, tan potente como los truenos que oímos cuando cae un rayo, proveniente del cactus más grande, les gritó:
 
-¡Alto! ¿Cómo se atreven a culpar otros de que el agua se les acabe? ¿No se han dado cuenta de que son ustedes mismos quienes han acabado con ella al desperdiciarla de manera cruel? Ustedes al tirar el agua tiran el regalo del cielo. Al desperdiciar el agua desperdician la vida, porque el agua es la fuente de la vida de todo ser vivo. Sin agua no veremos crecer la hierba, ni florecer los campos y los jardines. Sin agua no veríamos crecer los niños, no veríamos volar las mariposas, los pájaros, las gaviotas, ni aparecerán más nubes en el cielo, y ¿saben por qué? Porque ustedes han hecho un mal uso de ella, al no cuidarla como el verdadero tesoro de vida que es. ¡Y todavía pretenden buscar culpables para castigarlos cuando el verdadero culpable es todo aquel que no supo cuidar del preciado líquido! ¡El culpable es cada uno de ustedes cada vez que derraman una gota de agua! ¡Los castigaré por eso! –gritó enojado el majestuoso cactus, levantando uno de sus brazos en cuyo puño apareció un gran rayo. El cactus, enojado, estaba dispuesto a castigar a la multitud, cuando repentinamente el cielo se ensombrece y la oscuridad se ilumina al ser alcanzada por los rayos de los relámpagos que sostiene en su mano el cactus, que suenan fuertemente haciendo que la multitud se llene de miedo…
 
-¡Perdón, señor Cactus! ¡Jamás volveremos a desperdiciar el agua, se lo prometo! ¡Ya nunca más derramaré el agua y cuidaré que todos mis amiguitos tampoco la desperdicien, señor Cactus!- gritó la cachorita, y es entonces cuando la suave caricia de una gota de agua fresca, como un beso de mamá, moja su carita y la despierta.
 
-¡Era una pesadilla!- Se dice tallándose los ojos con sus manitas. Está amaneciendo y sobre el campo de ese desierto la primera lluvia ya ha empezado a caer.
 
-¡Agua! ¡Todavía es tiempo de cuidarla!-
 


Emilio Arce Castro
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