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Don Guillermo - Miguel Angel Aviles

Don Guillermo

Los codos en el mostrador, la vista puesta en la banqueta, Don Guillermo, adentro, esperaba el mediodía para vendemos el olor y el misterio.

Don Guillermo, venido de Cachanía y hacedor de pan del bueno, casóse alguna vez con doña Chacha y, para fortuna nuestra, harán los años, hará la desmemoria, escogió el frente de la Escuela Primaria Benito Juárez para instalar su changarro y sus tesoros.

Con el pelo ya haciendo maletas, bigote ralo bordeando la nariz, guayabera blanca bienmeacuerdo, Don Guillermo fue el tendero elegido por todas las generaciones de escolapios, el más próximo a la campana del recreo, a la hora de la salida o después del encargo de tareas.

Hacíamos la roncha y en lugar de tres tostadas con chile nos comíamos una. Desairábamos las tortas de carne deshebrada que cocinaba en la cooperativa la mamá del Martín García, no comprábamos bolis, le pedíamos fiado el ceviche al maistro que lo vendía por entre el cerco de la escuela y, con las bolsas de los pantalones llenas de veintes de cobre y seis libros agarrados como mazo de elotes, diariamente, a las doce y media para ser exacto, le caíamos puntuales a Don Guillermo para esperar la salida del pan recién horneado, acompañado con una soda chiquita y conocer las últimas aventuras de los héroes que malabareaban sobre un tendedero que cruzaba todo lo ancho de la tienda, por encima de los botes de Mayonesa grandes llenos de gomitas y dulces «Tomy», por debajo de las latas polvosas de sardina colocadas en tembeleques pedazos de madera incrustados en la pared.

Con desesperación, al tropiezo y al empuje, todos llegábamos en bola exigiendo la sodita, exigiendo nuestro pan. Don Guillermo escuchaba la tropelada, le daba un golpe leve al mostrador y se metía sonriendo hasta el fondo de la casa, supervisaba el horno de arcilla construido con sus manos, echaba el último vistazo a las charolas y, tomando dos toallas como guantes, volvía con nosotros, trayendo las conchitas que horas antes había amasado con huevo, levadura, canela y azúcar glass.

Así como llegaban, se iban. Un pelear de manos sobrevolaba la charola y Don Guillermo, regocijado por el éxito de su repostería, se daba tiempo para la provocación: «Grítenle cara de tortilla a la Chacha y les regalo un pan», retaba al puñado de chamacos y, expectante, paraba oreja deseoso de escuchar a algún valiente.

Las conchitas de Don Guillermo nos regresaban a la vida y nos humeaban el estómago. Paladeábamos la quemante masa y, como apagón, nos empujábamos la pepsi helada en un disfrute que se reflejaba en los ojos vidriosos a punto de la lágrima.
Todos con la concha en mano ya mordida, la soda chiquita en la otra, los libros tirados en el piso rústico, y el esófago de cada uno dándole el paso a una masa convertida para entonces en engrudo oscuro, nos disponíamos a dar el remate, para ello tirábamos la zorra al tendedero de Don Guillermo y, con la mano empuñando la conchita, le apuntábamos al ejemplar elegido, la aventura que había quedado inconclusa o el misterio que ese día, inútilmente, queríamos despejar.

Prendidos con ganchos para la ropa, encajados sobre un pedazo de ixtle que le servía de tendedero, estaban todos los cuentos que Don Guillermo, semana tras semana, traía desde la Librería Ramírez para deleite del montón.

Nutrida era la lista: Red Rider, Hoopalong Cassity, Gene Autrey, Los tres Villalobos, El Payo, y todo el repertorio de Walt Disney en su serie Avestruz, Águila y Colibrí eran el cortejo de quien comandaba la lista y, sin duda, era la preferencia de los permanentes lectores: Kalimán. Kalimán contra Humannon, Kalimán contra Karma, Kalimán contra la Bruja Blanca, Kalimán en color sepia, Kalimán oliendo a tinta, Kalimán metido en ese traje impecable que no parecía de su talla, acompañado de Solín en su eterna juventud y siempre fiel como el Papa, invencibles los dos, bajaban del tendedero de Don Guillermo quien, en una más de sus estrategias comerciales, daba la oportunidad de adquirir o de rentar el ejemplar en turno, cada semana, todos los días, sentados en la alta banqueta de cemento y debajo de aquel árbol que cobijaba más de diez cabezas zambullidas en el enésimo riesgo que corría Kalimán, el hombre increíble, el que llegaron a transmitir hasta por la radio, donde una voz lenta, venida como de ultratumba, daba los créditos del reparto: «En el papel de Solín, Luis de Alba… y, en el papel de Kalimán… ¡el propio Kalimán».!

Don Guillermo estaba dispuesto a servimos, pero no quería traiciones, por eso, una vez hecho el trato, esperaba unos minutos y, traspasando el mostrador, celoso salía hasta la banqueta para corroborar que quien le había rentado el Kalimán fuera el mismo que lo estuviera leyendo o cuando menos lo tuviera en sus manos.

La tienda de Don Guillermo fue un salón más de la escuela Benito Juárez. A Don Guillermo, junto con la profesora Egriselda, la profesora Socorro, el profesor Humberto, la profesora Norma, el profesor Murrieta, el profesor Rubén, también le debemos una parte de la enseñanza y la entendedera, PORQUE ESTAR AHÍ ERA CLASE Y RECREO AL MISMO TIEMPO.

Al lado del libro de Español, del libro de Matemáticas, del libro de Ciencias Naturales, del libro de Ciencias Sociales, se estiba el Kalimán y sus páginas de angustia y de zozobra delirante.

A Don Guillermo se le debe la resaca sabrosa de la añoranza. A Don Guillermo se le deben los regaños que nos pegó en sus delirios y altas temperaturas que anunciaban el final.

Cerrados los ojos, postrado en la cama, cuentan que Don Guillermo en el ocaso hablaba solo y nos ofrecía conchas y sodas chiquitas. Nos rentaba el Kalimán y salíamos a leerlo afuera.

Don Guillermo no era invencible como los comics que colgaban de su tendedero. Don Guillermo se fue: murió solamente una vez, y nada más.

*Del libro “Ingratos Ojos Míos».



Miguel Ángel Avilés Castro
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