Desde siempre, durante las temporadas que he vivido en la Sierra La Giganta y parte de la Sierra de Guadalupe, no he podido menos que enamorarme de esa tierra, de esos cielos y de esos paisajes que son un regalo a la mirada, con su paleta de colores tanto en tiempo de sequías como en tiempo de aguas. Desde niño fui creciendo entre esos cerros y arroyos, entre esos montes tan llenos de vida, entre el pastoreo de cabras, la sabrosa recolección de frutos de la temporada; ciruelas, pitahayas, mangos, dátiles, uvas, guayabas, miel.
Inundamos los pulmones con los olores del honrado estiércol de los corrales, el canto en blue de las palomas y el interminable concierto nocturno de las ranas bajo un cielo chispeante de estrellas; la compañía siempre grata de mis seres queridos acompañándome siempre, brindándome su apoyo y predicándonos la seguridad de que la tierra es generosa y amorosa con quienes la amamos y respetamos. La gente que habita la serranía lo sabe, por eso es que la cuida y por eso vemos este suelo tal como nos lo entregaron nuestros ancestros. Estar en la sierra pareciera ser un viaje al pasado, o un viaje a un lugar donde el reloj se detuvo hace décadas. Nuestros ancestros la cuidaron y conservaron prístina, y por nuestra parte esperamos también, a la hora de rendir cuentas, entregarla todavía en mejores condiciones a nuestros hijos.
Esa es y debe ser nuestra prioridad, sobre todo por parte de quienes habitan la sierra desde siempre, hombres y mujeres, que se caracterizan por la sencillez de su modo de pensar y vivir, por lo cristalino de su mirada, y por confiar en los demás, nobleza surgida y heredada de los primeros habitantes de la sierra, que nunca fueron personas extrañas entre sí. Vecinos y hermanos solidarios cuya hermandad surge del aislamiento geográfico en el que se encontraban inmersos y que lucharon hombro con hombro por lograr sobrevivir y sostenerse, sacar lo necesario para vivir, de la misma naturaleza: ser sustentables, dirían ahora los apologistas del desarrollo controlado y teledirigido. …pero con las pilas puestas observo que de un tiempo a acá algo está cambiando.
Algo sucede y nos transforma. Algo pone en serio peligro nuestra propia identidad, lo que nos caracteriza como sudcalifornianos, y he aquí que alguien, desde un satélite, descubrió que en las entrañas de esta sierra existen los depósitos de oro más grandes del mundo y se frota las manos con ambición: y ya empezó a escarbar; alguien descubrió que en los litorales de esta tierra, a diez metros de la playa, entre las arenas fosfáticas del lecho marino, existen yacimientos de Uranio, Cromo, Plomo, Bromo, Zinc, Manganeso, etc., y volteó a vernos con la mirada cargada de codicia: ya ronda amenazante por el Golfo de Ulloa con su draga y una concesión autorizada por SEMARNAT, nuestros protectores, por 91000 hectáreas, para excavar entre 30 y 60 metros de profundidad a 21 metros de la playa, bajo el lecho marino por 50 años; Alguien descubrió que la savia que recorre las entrañas de la sierra es petróleo y ya lo acaparó; Alguien se enteró de los depósitos de Sílice (materia prima para fabricar baterías y chips para celulares) entre los cañones de la sierra, y ya anda queriendo empezar a desmontar; Algún satélite descubrió que toda esta sierra es un tubo de agua que viene de los deshielos desde los montes Apalaches y desemboca en las cascadas de arena de Cabo San Lucas, y sus esbirros ya levantan la mano para aprobar la ley de vender el agua a particulares.
Sí señor: algo está cambiando en nuestra sierra. Negras nubes nos amenazan, mientras el gobierno estatal y el gobierno federal se enfrentan sordamente por tener el control de esta tierra que en un 75 por ciento del territorio estatal pertenece a los rancheros y ejidatarios.
Esto apenas comienza… Continuará.
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