Korima PLACE

De comandancias, jueces y barandillas

I

Fue la vez que llegamos todos en bola a exigir la devolución de un balón que nos habían recogido los agentes que conducían esa patrulla, por andar jugando en la calle.

Sí, fue en esa ocasión, cuando, por primera vez, estuve en una comandancia de policía.

No recuerdo si nos devolvieron el mentado balón o ellos se salieron con la suya, pero sí de eso no me acuerdo, lo que no olvida es que ese día regresé a casa dispuesto a estudiar algo que tuviera que ver con el asunto de la ley.

No era tan torpe como para no entender nada de nada, pero tampoco tan erudito en materia jurídica como para concluir si lo que hicieron los guardianes del orden o si ese acto de autoridad, había pasado por encima de nuestras garantías individuales o era digno de aplaudirse y organizarles una bonita condecoración.

Por un tiempo me quedó la idea que todo se trataba de policías e infractores y que no había nadie más quien, luego de escuchar a las partes involucradas —el que acusa de cometer una acción y quien supuestamente la cometió— pudiera resolver sobre la controversia, ya sea imponiéndonos una sanción como pudo ser el incautarnos la de gajos o devolvérnosla porque no se había cometido ninguna conducta de las que el bando considera como falta administrativa.

En esa disputa de razones, alguien faltaba. Era ese personaje que refiero: Un dictaminador, un togado, un amigable componedor, un juez. Sí, un juez que calificara lo ocurrido y deliberara sobre una sanción o no y el tamaño de esta.

Ni de este lado preguntamos por él, ni de aquel otro nos dijeron que existía una figura así, de algún modo imparcial, con facultades decisorias, capaz de valorar las pruebas sometidas a su consideración y luego. resolver en su ámbito administrativo, lo que correspondiera.

Los hombres de azul, a lo mucho nos recibieron en la barandilla, pero luego de exponerles el porqué estábamos ahí, sólo nos vieron de arriba-abajo, como si estuviéramos a punto de hacer la toma de réferi para iniciar la contienda y echándonos un verbo entre amenazante y concientizador, nos advirtieron que si volvíamos a jugar en la calle no nada más se llevarían la pelota sino a nosotros también.

Queriendo o no, salimos de ahí con la impotencia a cuestas y con el sabor amargo que se siente a veces, cuando ni chanza de hablar te dan ni mucho menos tienes oportunidad de defenderte. Dicho de otra manera: a esos niños enclenques, de rodillas raspadas y codos percudidos se les había violentado el debido proceso y, en particular, su derecho de audiencia, cual si merecieran ese trato nomás por andar disputando un reñido juego a las once de la mañana de ese sábado como en tantas otras ocasiones lo habíamos realizado.

II

Fue ya en mi ejercicio profesional cuando volví a pisar una comandancia de policía. Y aclaro lo primero —que fue en mi ejercicio profesional— porque no faltará quien pueda pensar que aquellos policías habían cumplido su promesa y nos habían puesto tras las rejas por seguir jugando por fuera de nuestras casas, esquivando a más de un carro a toda marcha como si fuéramos toreros.

Volví a estos lugares, más bien, porque tenía que averiguar sobre un choque, o porque me tenía que entrevistar con un detenido o porque me avisaron que a tal o cual persona los habían agarrado los sheriffes al estilo americano por andar alterando el orden público y había que pagar alguna multa si no quería pasar ahí la noche.

Por muchas otras razones volví.
Para entonces, sin embargo, no era con los policías con quien había que entrevistarse para saber los pormenores de la detención sino con esa persona que alguna vez sentimos que hacía falta para mediar entre unos policías abusivos y unos pequeños en shorts que no tenían con qué seguir jugando.

Era con el juez calificador, esa autoridad auxiliar perteneciente al Ayuntamiento ante quien la Policía Municipal debe llevar a un detenido para que aquél ejerza su jurisdicción administrativa e imponga, como consecuencia de una falta administrativa, mas no de un delito, una multa o arresto preventivo hasta por 36 horas, de acuerdo a la facultad señalada por el artículo 21 Constitucional y en los respectivos bandos o reglamentos municipales. Esta noble figura nace precisamente porque, en muchas ocasiones la sanción quedaba a cargo de la propia Policía, quienes no estaban facultados ni capacitados para hacerlo, trayendo consigo algunas arbitrariedades.

Tan importante ha resultado un juez calificador, por más que poco se conozca de ellos, que hoy ya se habla, como modelo a seguir, de la Justicia Cívica o cotidiana, es decir, un componente fundamental para la implementación del Modelo Nacional de Policía, pues permite atender de manera rápida y ágil los conflictos entre ciudadanos derivados de la convivencia cotidiana, evitando que éstos escalen y de esta manera se facilita su resolución pacífica.

Es en este marco de donde surge la Ley General de Justicia Cívica e Itinerante, sobre la cual no pienso hablar ahora porque los embarullo más, aunque no tanto como nos embarrullaron esos policías ochenteros a nosotros.

III

Ya dije cómo es que conocí por vez primera una comandancia de policía y que ha motivado que a ellas vuelva. Lo que no les he contado es que en esta ciudad o en otras, los jueces calificadores que en estas laboran tienen un ritmo de trabajo que no es como para envidiarse, pero sí para reconocerse. Si les digo que trabajan ocho horas, ni se inmutarán.

Pero sí refiero que trabajan esas ocho horas en un turno matutino, a la siguiente semana esas mismas horas en turno vespertino y a la venidera lo hacen en horario nocturno y así, sucesivamente, por muchos años, teniendo como materia prima al conflicto y todo lo que implica en un ambiente de esta naturaleza, entonces entenderán a qué me refiero.

Llueve, truene o relampaguee usted los encontrará en la comanche que le toque la semana respectiva. Y el que llueva, truene, relampaguee o llegue una inesperada pandemia, no ha sido motivo para que se ausenten de esa labor.

Me consta.
Y así como en otros frentes están los del Sector Salud al pie de la cureña, en estos sordos territorios de las barandillas no han bajado la guardia, sin estar exentos de lo que nadie quiere como es el contagio y sus irreversibles consecuencias. Más de uno ha tenido que lidiar con este virus y han salido airosos aun con sus estragos, pero otros, como César Gabriel Álvarez Doumerc, no corrieron con la misma suerte pues él, abogado de profesión, con veintitrés años de servicio y un expediente intachable en su larga carrera, murió después de algunos días de luchar contra ese despiadado monstruo llamado Covid.

Por eso quiero dedicarle esta columna para que no se pierda en otro número más.

Porque Gabriel, me lo dicen muchos, era un buen hombre. Entregado a su familia y a cuanta labor le tocó desempeñar ya de grande. Porque Gabriel, como cualquiera, también fue niño y jugó en la calle.

Es más, casi puedo jurar que si Gabriel hubiera estado como juez en esa comandancia que conocí por vez primera, él si nos devuelve nuestro balón.



Miguel Ángel Avilés Castro
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