Korima PLACE

Emilio Arce Castro

De cocidos y primer mundo

“-Qué tanto haces en el excusado, muchacho-

-Nada mamá.

“Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos barriletes en la época del aire. Oíamos abajo el rumor del pueblo mientras estábamos en la cima, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo arrastrado por el viento… Suelta más hilo”

-Te he dicho que te salgas del excusado, muchacho.

-Si, mamá. Ya voy.”

Juan Rulfo. Pedro Páramo

-Milooooo! -Gritaba mi mamá- te está esperando el Poncho para que le lleves comida a Doña Lupe.

-Chingado- pensé- tan a gusto que estoy leyendo. Pero luego me di cuenta de que no era tan malo eso de socorrer a una ancianita. Pero el problema es que ella vivía muy lejos de nuestra casa, frente a la playa en el malecón, en una chocita hollinada hecha de madera y palma, bajo un gran palmar.

Doña lupita vivía sola y a veces la asistía una familia Yuen (creo que más bien por el interés del terreno que por humanidad). El caso es que ahí vamos el Poncho y yo, con una olla de suculento cocido ranchero preparado con carne gorda de res con arroz, elote, zanahoria, cilantro, comino, camote, trocitos de papas y ya casi para sacar la marmita de la hornilla, mi mamá le adhería unos diminutos trozos cuadraditos de queso oreado.

El Poncho se estacionaba a un lado de la banqueta en una bicicleta heredada de nuestro padre, que había fallecido en un accidente cuando yo apenas tenía dos años de edad. La bici era marca Raleigh, rodado 28, muy parecida a la que usaba Don Camilo, conserje de la secundaria Morelos. Pues ya estacionado el piloto en la guarnición, yo me sentaba en la parrilla de atrás, haciendo equilibro con la olla rebosante del delicioso manjar asido a mi derecha, mientras el Poncho, con la manga del pantalón del lado de la estrella de la cadena remangado, arrancaba y agarrábamos aviada rumbo al malecón, calle abajo, por los arenosos atascaderos del arroyo que corría por la calle Encinas, rumbo a los cuatro molinos. Realmente hacíamos milagros, tanto el Poncho como yo para sostener al punto de equilibrio tan valioso encargo, porque las llantas de la bicicleta eran demasiado delgadas, y se hundían pesadamente en aquellos arenales.

El caso es que como a las cuatro cuadras de pedalear, se le notaba la fatiga a mi hermanito quien ya de plano pedía “Taim”, entonces nos apeábamos, le entregaba la marmita y se prendía de ella como becerro lepe casi hasta ver fondo, hasta lograr eructar en fa menor.

Bueno, pues de allí empujábamos la bici hasta los escalones de la escuela cuarenta y ocho (hoy Gregorio Torres Quintero) para montarme en la parrilla con el diezmado producto y proseguir con el reparto sin saber que estábamos inventando un nuevo sistema de servicio a domicilio, Uber Eat , que si en ese entonces lo hubiéramos patentado, hoy no tendría problemas con el mentado buró ni con mi tarjeta de crédito.

El caso es que ahí vamos otra vez, y al llegar a la calle Márquez de León; la fatiga del pedalero era evidente por lo que hubo de echar mano de las reservas energéticas que proporcionan los cárnicos, y los más próximos al aparato digestivo de mi carnal eran los de la olla de Doña Lupe. -Casi ni ve, ni cuenta se va a dar, aparte de que ya ni tiene dientes la pobrecita- dijo el Poncho, y metió la mano al traste y dio cuenta primero de los trozos más grandes y a lo último de las zurrapas de lo que quedaba de carne. -¿No quieres?-, me preguntaba. –No, no traigo hambre, le respondía.

Y esa ocasión seguimos calle abajo, por la Allende, y nos detuvimos en una llave pública, de esas que había instaladas cada dos a tres cuadras para que la gente acarreara el vital líquido a sus casas, cuando todavía no contaba la ciudad con el servicio de Agua Potable ni Alcantarillado, que obvio decir, la ciudad era una amalgama de fétidos olores y escatológicos derramaderos que todavía perduran y contaminan nuestra “Clase Mundial y cuasi europea” Bahía de La Paz.

El caso es que luego de una larga fila entre las gentes sudadas y cochambrosas que con palanganas sostenían de dos a tres tambos por piocha, al fin nos tocó el turno de rellenar la ollita con agua corriente, y ahora sí, agarramos el último trecho, no sin antes hacer el paso de la muerte en la bajadita del malecón a todo lo que daba la baica para después, con cara de santitos, llegar con doña Lupita, saludarla, darle el besito, los saludos encargados y entregarle el suculento caldo ya de puras verduras y agua de la llave pública.

La señora como siempre muy amable, nos abrazaba y agradecía de todo corazón el noble gesto, al que correspondía llenándonos la ollita de todas las bendiciones del mundo, y nosotros nos sentíamos ungidos por la gracia de Dios. Pero hoy que hago memoria, recuerdo que en una de las últimas ocasiones que fuimos se me acercó al oído y me dijo: -Milito, a la otra que vuelvas para acá te traes papel y lápiz. Le quiero mandar unas recetas de cocina a tu mamá y te las quiero dictar a ti, eh, mijito. -Claro que sí, Doña Lupita, claro que sí. Traeré el cuaderno- le prometí.


Emilio Arce Castro
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