(13 de junio en el Día del Escritor)
Descubrí a Carlos Fuentes cuando llegué a la preparatoria Morelos a principios de los setentas procedente del norte de la provincia terrisureña, compañeros de avanzadas lecturas me dieron a leer la Muerte de Artemio Cruz, primero, después La Región más Transparente. Luego caería en mis manos Las Buenas Conciencias que provocaría furor en los jóvenes preparatorianos que éramos y que gustábamos de la literatura; que leíamos con fruición Herman Hesse y adoptábamos poses de Lobos Esteparios y Demianes, pero Carlos Fuentes era otra cosa, era mexicano en primer lugar y se comparaba con los jovenazos prometedores Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar. Si Colombia, el Perú y Argentina tenían sus estrellas literarias, nosotros teníamos la nuestra.
El boom latinoamericano no era lo que fue, pero el fenómeno editorial ya se empezaba a vislumbrar. Casi todos los autores del boom tenían como padre literario a nuestro Juan Rulfo, una idea de Carlos Fuentes para quien fue Pedro Páramo revelador. La prosa, las ideas de Fuentes era modernas; era otra época, necesitábamos otra literatura que reflejara la actualidad. Desgraciadamente, los maestros de literatura de la prepa no tenían ni idea de las lecturas contemporáneas y se perdían y perdían a los estudiantes en clases aburridas, insípidas, con dictado hasta que se cansara la mano. No salían del Periquillo Sarniento y de Los de Abajo de Mariano Azuela o el Zarco. Ni por acá les entraba Paz, Fuentes, Monsi, los García Ponce, Novo, Benítez, Poniatowska, José Agustín o Parménides, ni siquiera Spota.
Las novelas, los cuentos de Fuentes contenían temas que nos interesaban. Empeñados en considerar el camino de la guerrilla y la patria socialista como la solución al retraso de Latinoamérica, con Carlos Fuentes encontrábamos una explicación en La Muerte de Artemio Cruz acerca del sistema político mexicano, como se arraigó en la postrevolución la corrupción y el desmadre que el PRI y el gobierno habían edificado como sistema de control gubernamental. Como los grandes consorcios económicos se aliaron a los caudillos, viejos corruptos que medraron con una revolución que nunca fue, sino una revuelta donde ganaron los más siniestros. Artemio Cruz, en su agonía va narrando esas verdades que entendíamos y constatábamos.
Igual con la Región más Transparente que bien conoceríamos los que nos fuimos a estudiar el DF. Esa ciudad que maravilló a Bernal Díaz del Castillo, convertida en plancha de concreto con sucesos tan infaustos como evocables; de rincones insólitos, donde pasa todo y nada pero que contiene buena parte de la explicación de nuestra manera de vivir y de comportarnos; la síntesis del mestizaje mexicano. Hacía, Carlos Fuentes, con sus relatos, una extraordinaria descripción de la conducta chilanga y lo chilango como forma de vida, finalmente, todos íbamos a dar ahí; todos dependíamos –dependemos- de alguna manera, de la antigua Tenochtitlán.
Fuentes, era además admirable: cosmopolita, hijo de un embajador, pasó su niñez y juventud en el extranjero. Guapo, bien vestido; un gentleman que se había casado con Rita Macedo, una actriz bellísima. Caponero de un grupo de intelectuales que se reunían en la Zona Rosa de la Cd. de México, entre los cafés y bares de las calles de Hamburgo, de Lieja, se tejía la vida literaria del país. Una vida riquísima que animaban además de Fuentes, José Luis Cuevas, los García Ponce, Piazza, Monsivais, de quien Fuentes contaba cada historia por demás asombrosa. Era Carlos Fuentes el ideal de cualquier joven que aspirara a ser escritor.
Un momento fundamental para los chavos que fuimos fue cuando acudimos al estreno de Muñeca Reina, un cuento de Fuentes que Sergio Olhovich llevó a largo metraje. Ahí estaba Fuentes, señorial, pulcro como siempre; como siempre controvertido y brillante. Explicó las peripecias por las que pasó la película, las dificultades del guion, sus soluciones; luego firmó libros, platicó con el público. No lo podíamos creer.
Luego serían La Cabeza de la Hidra, Aura, Zona Sagrada, otras obras que deslumbraron a mi generación mientras el país se transformaba y Fuentes transformaba sus ideas y dejaba de ser el gurú que alguna vez fue. Carlos Fuentes fue un verdadero intelectual. Algunas veces, sus posturas políticas no fueron del agrado de la intelectualidad mexicana y fue severamente criticado por el grupo de Octavio Paz, por ejemplo, en aquel tiempo editaban Plural de cuya heredera es Letras Libres de Enrique Krauze. Nunca hubo reconciliación. Nunca dejó de producir, después vendrían Gringo Viejo, el ensayo En esto Creo, Cristóbal Nonato, Los Años con Laura Díaz, La Silla del Águila, etc.
En su madurez se movió fuera de grupos y cofradías. Elaboró y editó de manera fenomenal Espejo Enterrado del cual salió un guion para la TV que el propio Fuentes condujo en una serie de programas para la TV mexicana en colaboración con la TV española. En Espejo Enterrado, Fuentes explica y describe de manera magistral las similitudes y contradicciones de la larga historia que nos une con España.
Escribió su mejor obra en la juventud. Su prosa aséptica, exacta, creo, perdió frescura y espontaneidad con el tiempo. A casi diez años de su muerte, queda tanto que decir de este gran escritor que deslumbró a mi generación, algo queda en el tintero que nunca será suficiente para ponderar la aportación de Carlos Fuentes al goce de la lectura, a su pasión por la democracia, su aportación al debate de la vida nacional, a la elegante manera de vivir, de expresarse, de entender con su ficción, profundamente al país.
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