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Bitracora de vuelo - Emilio Arce

Bitácora de vuelo 1972: Cachorones, bronce y patadas voladoras

A veces pienso que gastamos más tiempo en la vida queriendo desenredar los audífonos, que viviendo. Aún recuerdo con nostalgia mi ya lejana infancia y no puedo menos que sonreír. Cómo pasaban chingaderas que hoy ni las notamos por estar pendejeando en la red, Recuerdo cuando…

Definitivamente, esa temporada de cachorones resultó ser buena. Los meses de julio y agosto que estuvimos de vacaciones, fueron pródigos en la cacería y observación de los mencionados reptiles, con lo que pudimos acrecentar nuestro ya de por sí elevado conocimiento acerca de tal especie. Contando con una buena resortera “u” tirador de horqueta de guayaba con hules de cámara de motocicleta y funda de vaquetilla, fabricada por don Yunai Meza a uno veinticinco la pieza, y armados opcionalmente con una mohosa navaja de rasurar, intentábamos por enésima ocasión satisfacer nuestra curiosidad científica y arrancarle a la naturaleza el secreto biológico del por qué se movían las cachoras, los güicos, los bejoris, los camaleones y desde luego, los cachorones.

Habíamos vencido, ya no digamos la especie de asco ni de algo parecido al temor que nos pudiera haber infundido el ver las tripas de fuera de esos ligerísimos saurios, ni los cargos de conciencia; eso vale madre. Habíamos dominado la sensación escalofriante, esa especie de “armonía” que nos invadía exactamente, en el instante preciso, en que con el rústico bisturí hacíamos la primera incisión en la epidermis del cachorón y empezaba a brotarle la sanguaza. Nosotros estábamos con algo de resquemor todavía, pero no lo dábamos a demostrar para que los demás chamacos no dijeran que nos temblaba el pulso. Al contrario, lo hacíamos de manera doctoral, como buscando el Premio Nobel. –Éste es del tipo “reptilus cachoronae”, que es su nombre científico- le decíamos a la palomilla, y como ellos eran igual de pendejos que uno, pos se lo creían.

Claro que en ese tiempo para nosotros no existía la noble y leal Sociedad Protectora de Animales, ni los de Green Peace y creo que ni los Angulo Green ni los Green Ceceña; el Homero Aridgis ya hacía sus enésimas odas a la bichola, pero hasta ahí. Con un libro de biología como guía, y elo madre que en el dibujo aparecieran las partes de los “dentros” de una gallina o de un conejo en lugar de los “dentros” de un cachorón, el Pomy y yo le hacíamos una pinchi rajada en la panza a esos dinosaurios y con un broche de las trenzas de Doña Juana Soto a manera de pinzas o con cualquier otra pinza hecha de cincho aduanero, agarrábamos las tripas, el hígado, el corazón, el estómago y el etcétera del fiambre y poco a poco íbamos poniendo aparte, muy chingones según nosotros, las piezas ensangrentadas del triste rompecabezas sobre una tablita toda chamagosa que encontramos en el patio de doña Herminia Ojeda, la mamá del Tano. -¡Puchi, qué asco!-, exclamaba La Chacuaca, sobrina de doña Herminia, arrugando la naricilla, haciéndose tonta, porque no creo que existiera en el mundo cosa alguna que le pueda causar tal sensación a la valientísima Cuaquis, ya que desde muy niña se la pasaba encaramada sobre las ramas de los mezquites del despoblado vecindario y estaba acostumbrada a matar cachorones a patadas, se le veían los calzones como a la Pequeña Lulú y hacía un lagartón más grande que el mío, como pase de abordar para demostrar que sí cabía en aquel Club de Toby. ‘Taba fuerte y bonita la chacuaca, no fregaderas. A veces duraba horas colgada de los mezquites agarrada de los palos con las puras corvas, como trapecista, con la cabeza y su largo y sedoso pelo negro para abajo, platicando conmigo como si nada mientras yo me embelesaba mirando sus blancas y suaves, muy suaves agarraderas… Qué bonitas piernas. Así, como no queriendo la cosa, poco a poco fuimos creciendo juntos entre los altos cercos de varas y alambre de púas de las huertas vecinas como la de Los Cuatro Molinos, propiedad entonces del Mayor Torres, a donde íbamos a cortar guayabas, mangos y naranjas y de donde salíamos en joda platicando que nos había disparado el Mayor como cuatro balazos, -¡a mí también!- terciaba el Juan Pecas, hermano del Tono Morales -¡una pinchi chamaca gorda y fiera –Armida, ha de ser- me tiró como siete plomazos!- En otras ocasiones incursionábamos furtivamente a la siembra del profesor Tebo a sustraer tomates, sandías, melones, betabel, en la huerta de La Janina, su hermana, cerquita del hoy Cebetis 62, o en la huerta de quien fuera. Crecimos dentro del vecindario, sin ir mucho a misa y obvio decirles que a ninguno de nosotros se le ocurrió ser ingeniero bioquímico, biólogo, zootecnista o cosa parecida. Lo más cerca que estuvimos de algo similar fue cuando Magali, una tía del Candilo, se casó con Chiapa el veterinario, y pusieron una veterinaria, valga la redundancia, acá en nuestro barrio.

Empezamos a cambiar nuestros juegos, catafixiando los clásicos carritos, por balones de fútbol, guantes de béisbol y de vez en vez unos guantes de box que nos patrocinaba Don Rubén para estarnos chingando y curársela a gusto. La palomilla más grande que nosotros empezó a jugar a otro tipo de juegos; ya se les veía fumando a escondidas, o llevándose a la Chepa a los cuartos vacíos y mal olientes de la ruinosa Tenería, de donde nomás salían los puros pujidos bajo la complicidad lenona del maese Juán Cadena, macizo de la Chepa que de cuando en cuando la dejaba rolar con la palomilla mas grandecita. Buena onda el pinchi Juán.

El Lico Molina y El Pecas Mijo, incursionaban a la Normal Urbana evadiendo al Olímpico y arremedando al Chema, para encaramarse a unos árboles e ir a espiar por las altas ventanitas a las muñecas del internado cuando éstas se bañaban con la luz prendida, hasta que fueron descubiertos a causa de un blanquecino reguero de comida para las hormigas que dejaron como evidencia bajo el árbol de tabachines que estaba a un ladito del baño de las internas, y que le servía de atalaya al par de chaqueteros para atisbar nocturnamente al interior. -Los gargajos no tienen tanta goma ni hacen tanta hebra- dijo el Olímpico con el cuerpo del delito columpiándole entre el pulgar y el índice, y se dio a la tarea de investigar quién era el puño de tierra que los había eyectado, hasta que un escuadrón de practicantes normalistas los pescó torcidos, y aún sin hacer las correspondientes pruebas de ADN (como la procu) vengó a pedradas, estilo Joaquín Sabina, el honor de sus compañeras, su orgullo herido, y de paso, su amor propio. Tuvieron el mismo lapidario fin que su predecesor, el Chema. Muchos años antes de ese tiempo, el Lupe el Pilucho ya era un lamido de marca y en el barrio no había niño ni niña a quien no se le asustara con el cuento de que si no te portas bien te vamos a traer al Pilucho, vas a ver.

El Pilucho posee el secreto de la juventud: nunca ha trabajado, por lo que hasta el día de hoy aparenta unos veintitantos años menos de los que en realidad tiene, pero dicen que cuando era chamaco llegaba a las casas a la hora de comer, y si no lo invitaban a la mesa, de adrede guacareaba donde lo vieran, provocando el asco y la pérdida del apetito de los comensales, y el Lupe se echaba a correr.

También vivía en el barrio el Juanito Molina, el cuarentaitres, que era buenísimo para defensear y porterear, ferviente adorador de Cornelio Reyna y de Los Relámpagos del Norte, al que hacíamos enojar cuando le gritábamos “¡Molina pata ‘e gallina!”, nos correteaba y alcanzaba en putiza pero como ya le conocíamos el lado flaco, le empezábamos a cantar alguna canción de Cornelio Reyna, ya fuera “Tu traición” o “Mis amigos me han visto llorar” o “Me caí de la nube” y ya con eso desarmábamos al energúmeno Chivo Liso y no nos hacía nada.

El Juanito, el Pancho el Zurdo, el Pato Navarro, el Jaibo López, el Poncho mi hermano, el Quiqui Ortega, el Román Reyes La Cobra, el Jóse, el Félix Núñez, el Simón y el Lalo Mendoza, el Felipe Hernàndez, el Adrián Cota, el Tono Morales, el Tuto Fiol, el Chinto y muchos más, dirigidos por Elfego Limones, -Élfrego, decía el Quiqui el Pilucho- era el equipo local y vestían la camiseta del Injuve. Por otro lado, el Pancho el gordo, hermano del Pomy y del Candilo, a veces atendía la tienda de abarrotes de su papá y sacaba una sabrosa ventaja de ese jale mi compa Pancho, porque a todas las señoras del barrio les daba un reportadísimo pilón en las compras habituales de harina y manteca para la fabricación de tortillas y tenía una ruta de recuperación del mismo pilón muy interesante: primero iba con Doña Chuy Martínez -Doña barruca, por el alias del Chòn su esposo, o la mamá de los Chonacos, pa’ diferenciarla de las demás Chuyes-, porque ella hacía más temprano las tortillas ya que no tenían luz eléctrica en su casa y casi al anochecer se reunía la familia a oír la radionovela de Porfirio Cadena, “El Ojo de Vidrio”, en un viejo radio de baterías; para no estar haciendo ruido con los aplausos tortilleros, porque eso sí, los sonidos ambientales de la radionovela, las hazañas de Porfirio, las maldades de Lino Huitrón y los celos de Eufemia, personajes centrales de la novela del escritor norteño Don Rosendo Ocaña, -sin albur-, aparte de la estática por falta de una buena antena, aunado a los kilos de guayabate acumulados en las orejas de los Chonacos que requerían de toda concentración para seguir la trama, era razón por la que se optaba por amasar y cocer las tortillas más temprano, aparte que Doña Chuy Martínez, su jefecita, las hacía como de medio metro de diámetro, más o menos, en un comal de tapa de tanque de doscientos litros.Ahí el Pancho el Gordo las paladeaba con mantequilla de rancho. Enseguida se iba el Pancho con Doña Regina, mamá del Juan Molina y se comía otras pocas con aguacate, luego se iba para mi casa a comer tortillas con queso asado, de ahí se iba con la Chuy de Herminia donde las saboreaba con frijoles refritos y remataba en su casa donde doña Chuy Morán, su mamá, tampoco tenía mal sazón y ahí ya cenaba en forma; como Dios manda.

Recuerdo que por esos días llegó la fiebre del cobre y del bronce a La Paz e invadió nuestro barrio y como todos los chamacos, la palomilla se dedicó a gambusinear cobre y bronce de donde pudieran sacarlo y prospectando dieron con la vieja maquinaria abandonada de la antigua Tenería, la mayoría de bronce, que fue la veta que surtió a los mineros del barrio, que ya no se daban a vasto con tanto producto, a tal grado que el Poncho mi hermano, el Mono Cabrera y la palomilla de la esquina, llegaron a acarrear el mineral en carretillas durante varios días. Obviamente que de fumar Capris o Fiesta, de sabor chafa y olor ídem, la palomilla pasó al Raleigh, Newport y al Kent, muy finos según ellos y ya no compraban el tabaco por cajetilla en La Negra, sino por paquetes en el Centro Comercial. Al principio eran unas competencias de tosederas, pero al final ya todo mundo era un refinado y experto fumador de tabaco, lo aclaro, ya que después vendrían viciosos de otros barrios, de no muy lejos, por cierto, a cambiarle los hábitos fumatorios a la palomilla, pero esa es otra historia.

Siguiendo el buen ejemplo del maistro Mora, el mecánico de la curva, la cerveza se empezó a hacer popular entre nosotros y a consumirse generosamente. Los únicos que se salvaban momentáneamente de caer en las garras del alcohol eran el Luis Cadena y el suatón del Tacho, pero después la mordieron con fe y ahínco. Este último, el Tacho, también era conocido como “el hotel” porque cuando estaba en la primaria, se la llevó puro cuarto, cuarto, cuarto, cuarto, estancado con el profesor Memín en la Zaragoza, quien casi lo adopta tiernamente.

El Chonaco, hijo de Doña Chuy Martínez, es un compa del barrio que tampoco cantaba mal las rancheras. Se llama Porfirio, en honor a Porfirio Cadena, es zurdo y eso no tiene nada que ver, pero no podía vivir sin estar sacándose el burro y escarbándose los mocos alternadamente, o viceversa, escarbándose el burro y etcétera, con un dedo de esa mano y siempre andaba bobeando para todos lados con la boca abierta, hasta que se le quitó la maña una vez que se tropezó y se trozó la lengua. De ahí ‘pal real habla pastosón. Ni Güero mi carnal, con el ombligo al aire por su clásica camisa desabrochada, ni el Lechuza, imaginaban siquiera que vacacionarían en la correccional en un futuro no muy lejano, para hacerle compañía al Dany Tuchmann.

Las musas de la inspiración llegaron al barrio en forma de Kakoguis, ¡mmh!, doncellas híbridas mitad nipón y mitad choyeras, entre amarillas y prietonas, que fueron motivo de serias y controvertidas disputas entre los que pretendían tan siquiera una mirada de esos bellos ojos a la pecado de Oyuki, o sea ajaponesados, más parecidos a una puñalada en un tambo que a unos ojos tapatíos. El más ojón y pestañudo de todas ellas era René “el Chaparro”, pero se le corría mucho el rimel. Uno de los pleitos más célebres por causa de estas musas, se dio cuando el Pancho el gordo se aventó un tiro con el Sergio Tomás Taylor, por la Gloria.

El Sergio era uno de los que tenían merecidamente la fama de bueno para los chingazos, por lo espectacular de su forma de pelear, al estilo del legendario Blue Demon. Se dieron cita para el duelo en la calle Encinas a una cuadra de la escuela cuarenta y ocho, por la Josefa Ortiz. El trofeo era la hermosa y apretada Gloria, aunque ahora que recuerdo, creo que ella ni por enterada se dio. Y se hizo el ruedo en esa esquina como a eso de las cinco de la tarde en tiempo de calor. Había bastante palomilla de los bandos contrincantes y entre los nervios y la tensión, cada uno de la raza ya le tenía echado el ojo al güey que le tocaba pa’ agarrarse a chingazos con él, en dado caso de que el que fuera perdiendo fuera el Pancho el gordo: eso sería la señal para iniciar nosotros una batalla campal contra esos suatos. Después de las respectivas vencidas de hocico tal como se acostumbra, el Pancho con sus en ese entonces, ochenta y ocho o noventa y tantos kilos, estaba en guardia derecha avispado, arisco, sumamente tensionado dada la fama que le precedía a su contrincante.

Con los ojos muy abiertos, atento al mínimo movimiento de su adversario, y con los puños amarillos de tan apretados; de tan hechos nudo que los tenía. -De milagro no se cagó-, dijo don Daniel Meza. Neta que siempre he reconocido que el Pancho sería tragón y todo lo que fuera, pero lo que se llama culón nunca ha sido, y menos cuando el asunto es de faldas; pregúntenle al Vaquilla. No, pues el Sergio casi se reía solo al ver esa masa de carne que era el Pancho el gordo; para él era como si fuera a tirar un pénalti. Craso error de apreciación. ¡Pobre cabrón! Lo primero que hizo el Simiolón Taylor fue tratar de sorprenderlo con una pinchi patada voladora. Agarró aviada de tres o cuatro metros atracito y salió disparado hacia delante como a un metro sesenta de altura en vuelo horizontal, apuntando hacia el pecho del gordo con unas botas puntiagudas todas charpeadas de miados. El pancho el gordo nomás se hizo a un ladito extendiendo el brazo derecho, como haciendo una verónica digna del Curro Rivera, y con el puño aún sin abrir, lo abanicó con todo y… ¡olé!. Le cortó la aviada al cabrón Taylor cuando lo recibió de un sacrosanto putazo a pleno vuelo, en la puritita bomba de los mocos. ¡Cuás, cabrón, al suelo!-¡Tuyo, pinchi Pancho!-, coreaba la enardecida turba de masturbas sintiendo que la adrenalina estaba a punto de salírseles por las orejas.

Ni tardo ni perezoso, el Pancho el gordo se le encaramó al semi noqueado Simiolón -que había caído culiarriba-, oprimiéndole brazos y codos con las rodillas -y un que otro kilito- al tiempo que le echaba cabronazos en el lomo ¡con la mano abierta, el pendejo! -¡Cierra el puño, baboso!- le gritaba no recuerdo si el Pilili o el Jorge mi carnal. El pedo era que el Pancho ya no aguantaba tener los puños cerrados porque los había tenido muy apretados desde muchos minutos antes de la pelea y ya se le habían cansado, aparte de que no le quería partir su madre, según él, y mientras el Sergio, con las orejas coloradas y la nuca llena de dolorosos chichones lloraba más que gritaba el vergonzoso “ahí muere, Pancho, tú ganas”, el papá de los Mendoza (mensoza, según la palomilla), asomó la chompeta sobre la barda y gritó: -¡Ahí viene la chota, verán cabrones!-, y entonces sí, patitas pa’ qué las quiero. El Pancho y el Sergio se dieron la mano en chinga y hasta la fecha son buenos compas. El Luis Cadena, el Pomy y yo seguimos las huellas del Tacho, que presa de un súbito pavor había corrido paniqueado desde atrás tiempo y descubrimos que nunca habíamos visto a un güey que diera pasos de a cinco metros cada uno al punto cagado. Ni la tetuda de la Ana Guevara. -El miedo no anda en burro-, dijo el Chumino, detrás del mostrador, a manera de docta filosofía.

Al rato, ya que estábamos todos reunidos en la esquina redonda de la tienda “La Negra”, sin moción de orden alguna, rolándonos la única pepsi con todo y barquitos, eructando, hablando todos al mismo tiempo, robándonos la palabra unos con otros, haciendo el análisis y el comentario respectivo de la contienda alrededor de un Pancho el gordo henchido que disfrutaba como tal vez nunca en la vida las mieles del triunfo, mareado por la victoria, fue cuando llegó el Lico Molina y entre el güiri güiri nos gritó: -¡Palomilla, verás asómense a la esquina!- En efecto, ahí estaba la Gloria, cachumbiando muy quitada de la pena con el Daniel Carrillo, el Pinocho. Así es la vida, palomilla.


Emilio Arce Castro
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